21.12.19

Belleza superyoica


Thomas Mann dice que la belleza puede atravesarte como el dolor.
Yo agregaría que es la belleza ajena la que puede revolverse como un cuchillo en una llaga. Dudo, realmente, que la propia sea un problema en tiempos de selfies y desesperación por engagement en redes sociales.
Es la belleza ajena la que se te puede clavar como una aguja en una vena y deslizar mierda en tu torrente sanguíneo, la que infecta tu cerebro como una toxina, la droga superyoica que es a la vez el deber de tener esa belleza y la conciencia de jamás alcanzarla.
El mandato de la felicidad, hoy por hoy, es un mandato de belleza.
“Sé bella, o no seas nada.”

Imagínense el daño que puede tener semejante imposición en cualquier psiquis inocente, especialmente de quienes aún están desarrollándola (ejem, niñes, adolescentes, ejem quienes más vulnerables son y más redes consumen).
Ahora imaginen ese daño potenciando por problemas de ansiedad y depresión subyacentes, por síndrome del impostor, por personalidad símil-borderline y perfeccionismo extremo.
Y ahora, agréguenle la destrucción adolescente de la violencia machista simbólica.
Voilá.
That’s me.

Las tres son increíblemente bellas.
No, no sólo fotogénicas: bellas.
Son esa clase de gente que te das vuelta por la calle a mirar con la mandíbula desencajada porque, ¿cómo alguien puede ir por la vida con ese nivel de seguridad, de delicadeza?
¿Cómo alguien puede ser tan linda a las 9 de la mañana en rodete de ballet y a cara lavada? ¿Cómo alguien puede sacarse selfies en tan primerísimo primer plano sin filtro y aún así ser prácticamente un ángel? ¿Cómo alguien puede ser tan linda que traslada ese encanto y esa luz a su arte?
¿Cómo alguien puede, sin siquiera pensarlo, cumplir tan a la perfección el mandato superyoico de la belleza?

Pero la tercera.
Uf.
Es hermosa.
Es tipo HOLY-SHIT-hermosa, con esa belleza sobrecogedora que es a la vez atractiva y demoledora, hipnótica y humillante: querés ser como yo (o estar conmigo, depende) y nunca podrás.
Cara simétrica, el lado izquierdo exactamente igual al derecho. Ese tipo de pelo que cae prolijo, lacio pesado, frizz inexistente, el corte milimétrico, ni medio mechón salido de lugar. Sonrisa brillante y parejita, dientes Colgate de molde, de las que nacen justo en el medio del arco de Cupido de los labios y se extienden hacia ambos lados a la misma distancia y en equilibrio.
Flaca pero lo suficientemente curvilínea, altura promedio. Físico que bastante bien concuerda con lo “hegemónico”.
Inteligente, mucho más que yo, a juzgar por lo que he leído de ella, con buen gusto, admirada, seguidora impoluta del guión progresista de cómo ser popular e indie y no fallar en el intento.
No me sorprende sentirme inferior a semejante mujer.
Tampoco me sorprendería ser juzgada inferior a semejante mujer. Si yo misma me reconozco menos, ¿por qué razón el resto no lo haría?

Quizás no es sororo andar comparándose con otras mujeres, ni es sano psicológicamente. Quizás es tóxico (más allá de que ahora TODO se ha vuelto tóxico, por ende, si todo es tóxico, nada lo es).
            Quizás no obedece al mandato opuesto al de la belleza, que es el mandato de la aceptación, del amor propio. Que, sano como es, sigue siendo un mandato impuesto: amate, tenés que amarte, amate, amateamateAMATE.
Somos personas. Y las personas sienten.
Las personas se comparan y se deprimen, las personas se sienten feas. No siempre las personas se aman a sí mismas, con más frecuencia es lo contrario. Conozco tantos brazos marcados y llenos de cicatrices que atestiguan eso…
Las personas tienen emociones que son socialmente mal vistas, feas o inadecuadas. Las personas indefectiblemente sienten celos, envidia, ira incontrolable, desagrado, miedo, odio.
Las personas se sienten insuficientes.

Yo me siento insuficiente, aunque no sea una novedad. Siento que nunca alcanzo esa vara por la que me cansé hace tiempo de saltar, porque nada de lo que haga, bien o mal, me acerca a ella.
Aparentemente no sólo es tóxico, sino que no está de acuerdo con ser feminista el sentirse insuficiente, el tener inseguridades, el mirarse al espejo y no gustarse.
No es así como funciona.
Ser feminista es entender esos condicionamientos y mandatos, pero no necesariamente hacerlos desaparecer de golpe. Conocer una realidad y entenderla no me permite, automáticamente, cambiarla o eliminarla (¿les suena? ¿Marx, fetichismo de la mercancía, Althusser, ideología?).
Yo puedo entender que depilarse no es más que un mandato patriarcal y aún así no poder dejar de hacerlo, como puedo perfectamente entender que el mandato de la felicidad y de la belleza son imposiciones externas y aún así sentirme mal cuando no estoy feliz todo el tiempo, o verme gorda y fláccida, o querer hacer desaparecer la celulitis y pensar en tratamientos de cosmética, o pensar que no soy atractiva para nadie así como soy.
No me hace menos feminista, me hace humana.
Y como humana me parece bastante más sano admitir que a veces tengo emociones que no son muy alegres, antes que hacer de cuenta que siempre soy una perfecta deconstruida.
            La deconstrucción no quita las emociones, la sensación de insuficiencia, la presión de ser bella, el sentimiento de inferioridad.   Solamente nos hace tomar conciencia de que no son emociones sanas pero…siguen ahí.
            Y, además, sentir que (me) “estoy fallando” a mí misma como feminista implica la idea de un feministómetro propio o ajeno, de una manera “correcta” de transitar el camino feminista.
            De no ser suficientemente feminista.
            Y ya estoy harta de juntar insuficiencias.

            Así que, sí, aunque suponga ser una “mala feminista”, me permito admitir que el mandato patriarcal-capitalista-neoliberal-superyoico de la belleza me cala más hondo de lo que me gustaría.
            Que no puedo dejar de compararme con esas tres bellezas monumentales y sentir que no llego a ese nivel, ni para mi propia percepción, ni para las ajenas.
            Que cualquier cosa que haga quedará corta al lado de lo que hagan quienes me rodean.
            Que hay emociones que no puedo controlar.
            Y que me molesta no ser una belleza encantadora, una inteligencia deslumbrante, un talento inigualable.
            Me duele no ser elegida.
            Me duele ser insuficiente.

19.11.19

Pantomima invernal, Patagonia porteña


Su aliento gélido me repta por el cuello erizándome la piel.
Me recorre la silueta con sus dedos fantasmales y yo me achico, me dejo, no me defiendo, ni siquiera lo intento. Cuando me abraza me rindo, me dejo envolver, porque tratar de escapar de su apretón frío es absolutamente inútil. Una vez más soy la presa perfecta de la depredadora invisible.
Parece poético, una estética salida de una postal invernal patagónica.
Sólo que no hay una mierda de poético en ella.

La cruda verdad de mi congelada amiga, su cara cotidiana, es otra.
Es tirarte en la cama horas y horas, mirando un punto fijo, cuestionando hasta tu nombre porque hasta algo tan insignificante como una nomenclatura te parece fuera de lugar.
Es comer como si no hubiera mañana o no comer ni una caloría y todo bajo las mismas razones.
Es concentrarte en trabajar como posesa para ver si ganando plata distraés tu mente de desbarrancarse colina abajo, abismo abajo, infierno abajo.
Es temer la recaída y a la vez mirarla con cariño porque eso que fuiste es también eso que sos.
Es acariciar despacio la mancha, ponerla a la luz, recorrerla con los dedos. Un círculo imperfecto, dos círculos imperfectos, ¿cuántas impresiones de metal caliente necesitaron?
Es mirar en el espejo eso que ayer te pareció medianamente bello y detestarlo, despreciarlo, querer despedazarlo para formar otra cosa.
O para formar nada en absoluto, sólo por el placer masoquista de destruir lo existente, el caos por el caos mismo porque al menos el caos tiene algo de sonido, de cacofonía, incluso de melodía disonante, y vos ya no te fumás el silencio.
Es aislarse de la gente que te importa porque ella te repite en el oído con su eterna letanía que, en realidad, a esa gente que te importa no le importás vos. Y a la vez es creer que alguien puede salvarte, pero nadie está ahí.
Cuando estás con ella, en realidad estás sola.
Es ella la que me hizo creer que siempre estuve sola.

¿Será verdad, igual? ¿Qué bosta es estar sola?
Ahí tenés otro de sus efectos, ser suscriptora de una filosofía pesimista, ultra cuestionadora, nihilista, que nos vamos a morir todos y qué va, para qué.
Que qué es esto, qué será aquello, qué decimos cuando decimos “am...”, que por qué elegiste ese significante y no otro, que qué querrá decir cuando habla de esto, que si el tratamiento de hielo es por A o por B, que cómo saber qué le pasa al resto, que si podemos entendernos o simplemente siempre estamos pecando de comunicaciones defectuosas, que si finalmente serás suficiente.
Como si esa pregunta fuese a tener una respuesta positiva alguna vez.

Ella me insiste que el problema es que soy yo y no otra.
U otro.
U otre.
Ella sabe y yo sé que el problema es esta envoltura carnal que tengo.
¿Lo sé?
¿Realmente lo sé?
Quizás el problema es que estoy constantemente desafiando los límites de lo permitido, de lo indoloro, caminando por la cornisa de mis propias fronteras a ver qué pasa si las cruzo. Que estoy siempre jugando con fuego a ver si la puedo contrarrestar a ella.
Al final el hielo y el fuego se parecen: ambos queman.
Ambos dejan marcas en la piel.

Su voz sibilante me envuelve en un aire glacial, aunque sé que afuera hace más de treinta grados, aunque haya sol, aunque sea casi verano.
Una noche perenne, un cambio de estaciones que claramente es polar: tenés seis meses de verano, pero después, mi amor, bancate los seis meses de invierno.
Ella es la condensación de la nieve en todos lados, a todas horas. Ella es invierno en pleno noviembre en Argentina, y es la soledad en medio de la ciudad más superpoblada del país, también.
Es el frío, el hambre, el vacío.
La caída, el abandono, la renuncia.
Mi íntima amiga de cristales de hielo.
La depresión y yo.

3.11.19

Collar de perlas


La palabra perla, de etimología discutida, refiere a las formaciones nacaradas brillantes y casi siempre esféricas que se forman en el interior de las ostras y madreperlas. Valoradas en joyería, se forman cuando un cuerpo extraño se introduce en el molusco y éste, para defenderse, reacciona y cubre la partícula con capas de minerales.
Con las perlas se hacen anillos, aros, prendedores, hebillas para el pelo, pulseras, tobilleras. Pero el accesorio más famoso es el collar de perlas, en su momento reservados a los miembros de la realeza porque las perlas eran auténticas, mientras que hoy se encuentran devaluadas por ser, en su mayoría, perlas cultivadas artificialmente, o incluso perlas falsas.
A decir verdad, nunca me gustaron las perlas.

Siento su respiración agitada calmarse a mis espaldas mientras me aprieta suavemente y me agarra la mano. Un ritual que se vuelve habitué, una necesidad que se vuelve acuciante y un deseo como pocas veces tuve, deseo incluso separado de la presencia física, deseo que me asalta en un colectivo o haciendo un parcial o trabajando o cocinando o estudiando o haciendo cualquier otra cosa. Un deseo que no es adónico ni borreguil: un deseo de escala cromática.
Intento calmar la mía también pero se me vuelve imposible. Calmar la respiración, bajar el ritmo cardíaco, inhalo, exhalo, cierro los ojos, todo está bien, así como está todo está bien, no necesito nada, no debo cagarla, no debo dec…
Boom.
Se me abren los ojos en una circunferencia perfecta, tanto que me duelen los músculos de la cara.
Ya sé lo que estás pensando, Malena.
Mordete esa lengua, Malena.
Mejor no hablar de ciertas cosas.

Y al principio sí, funcionó morderme la lengua, apretar los dientes, cerrar la garganta al sonido. Hacer fuerza inversa con la tráquea, en vez de la fuerza para hablar, la fuerza para mantener el silencio en su lugar.
Arruinar el silencio no era algo negociable. Después de todo, ese silencio tiene la textura de una conquista tardía, un capricho cumplido cuando ya no lo buscabas. Pero bueno, victoria al fin.
Entonces morderme los labios, la lengua, cerrar la glotis, vaciar los pulmones de aire para que no salga ni el más mínimo sonido.
Mejor no hablar de ciertas cosas.

¿Qué cosas?
Preguntas, hipótesis, conjeturas.
Partes de una cadena significante que se me alojó adentro como un objeto extraño que molesta, que punza, contra el que hay que defenderse.
Como una ostra, armo perlas con lo que me duele, con lo que me incomoda, con lo que no reconozco como propio. Lo extraño, lo extranjero.
Es que ciertas cuestiones se me antojan extranjeras ahora: un abrazo apretado, una ristra de besos en la espalda, un ¿estás bien?, un ¿sigo así?
Cuestiones extranjeras, extrañas, alienadas: lo que antes era mío, ahora ya no lo es.

Con cada pregunta y cada conjetura que no puedo decir hago una perla.
Hago perlas para defenderme de las preguntas que no puedo responder y de las conjeturas que no puedo comprobar, bolitas de nácar brillante para frenar los fonemas prohibidos por mí misma.
Perlas autoinmunes contra mi propia cadena significante.

Me envuelve con los brazos, me da un beso suave y me apoya la cabeza en el hombro.
Aprieto su mano pero en realidad no es eso lo que estoy haciendo.
Estoy agarrando una aguja gruesa con un carrete de hilo negro sedoso.
Sostengo la aguja con los dedos que me tiemblan porque lo que tengo que hacer no es fácil y me asusta.
Corto el hilo y lo enhebro. Ato el nudito al final como me enseñaron cuando era chica y quería coser como la abuela, como la tía Patri.
Aprieto su mano pero en realidad agarro la primera perla y paso la aguja por su interior. Con cuidado, apunto al principio del paladar, justo detrás de los dientes, y pincho fuerte.
Busco el sabor a hierro y óxido de la sangre pero no lo siento. Pego el tirón y ajusto la primera perla al paladar.
Sigo cosiendo.
Una perla, luego otra, después otra. Un collar de preguntas y conjeturas silenciadas, un collar de perlas brillantes que voy armando.
Cuando me surge una pregunta, ssssssss, atravieso la carne con la aguja, ssssssss, pego el tirón y ajusto la perla al velo del paladar.
Con cada duda se agrega otra cuenta al collar, y cada vez que quiero hablar, sssssssss, la aguja, sssssssss, el tirón.

Puedo repasar con la lengua la hilera de perlas cosidas a mi paladar a intervalos perfectos. Como su columna vertebral que recorro suavemente con los dedos. Una vértebra, dos vértebras. Una perla, dos perlas.
Cien perlas, mil perlas, la boca llena de perlas, la tráquea taponada con perlas, las cuerdas vocales imposibilitadas por perlas. No uno, diez, veinte collares de perlas cosidos por dentro, para impedirles salir pero también para que no se note que están ahí, que un cuerpo extraño generó cien perlas, mil perlas que tuve que coser en diez, veinte collares dentro de mí.

La perla más grande la tengo atenazada, atravesada en el medio de la garganta. Tapa el aire, tapa la voz, tapa el habla. Bloquea el camino donde deberían salir las palabras que se transforman en perlas que se transforman en collar.
Ésta es la única perla que no es una pregunta ni una hipótesis, que es una afirmación, y por eso es más grande, por eso me tapa la garganta, por eso me desespero enhebrando la aguja y cosiéndola a la piel, pasándola sssssssssss por la carne, pegando el tirón sssssssss para ajustarla, como puedo, de donde puedo, con muchas vueltas de hilo negro en muchas pasadas de aguja.
Porque si se suelta esa perla se sueltan todas, ruedan por el piso, dejan de ser perlas, vuelven a ser preguntas punzantes y frases rotundas que no debería decir, que no me atrevería a pronunciar, que cortarían el preciado silencio en pedacitos.

¿Saben qué? Es gracioso. La séptima acepción de perla en DRAE es “frase llamativa por lo desafortunada”.

25.7.19

Jouissance borreguil


Todos identificamos ese momento que, con el diario del lunes y recapitulando una historia de amor, nos dimos cuenta que estábamos jodidos. Hasta el cuello, hasta la fucking médula.
Yo escribo como puedo, y aunque intente ordenar la cronología me gana la emoción porque lo reprimido vuelve como le viene en ganas.
Del amor de mi vida tengo varios de esos momentos. El amor de mis vidas. La mismísima gema perdida, la jouissance irrecuperable, el absoluto que no está.
El borrego.

Borrego, linda palabra. No, si en la vida cotidiana me refiero a esa persona, ya no le digo así (tengo un apodo un poco menos agraciado). Pero borrego, borrego es la persona del pasado, la reconstrucción del recuerdo, la sombra que mi memoria se esfuerza en armar con la fragilidad de un castillo de arena.
El borrego es más que la persona que fue, es el vínculo. Borrego no es presente ni lo será, por eso recurrimos a otros nombres para otras presencias, la suya inclusive, que hoy no es lo que fue.
Borrego es ese amor, ese referente, esa cadena significante.
La plenitud perdida, el amor absoluto, la entrega sin reparos.

Tengo varios de esos momentos donde me acuerdo que el corazón me pegó un salto y la espina dorsal se contorsionó con un latigazo de electricidad que no había sentido jamás. Que pocas veces volví a sentir.
Sé que no me voy a olvidar nunca la primera vez que miré esos ojos. Mierda, no tiene que sonar romántico, es el momento bisagra donde mi vida se fue al carajo porque caí en esos ojos como la presa perfecta. Pero la verdad es que no me olvido.
O la vez que lo pesqué mirando mi mochila con asombro, los parches, el pañuelo, la cadena. O cuando cayó escuchando SOAD a la escuela (y sí, la tanga en la estratósfera en ese momento). O cuando me enojé por una gilada, me agarró por los hombros y me dijo re suave “eu, tranquila” (y sí, la tanga había llegado a Saturno, seguro sigue entre los anillos orbitando).
Pero los puntos clave fueron tres.
Número uno, cuando clavé dos diez en un día y me vino con esa cara de timidez absoluta, rojo absoluto, a decirme en un tono pianísimo “felicitaciones” y dejarme un chocolate en la mano. Creo que fue la primera vez que lo abracé, incómodamente para ser sincera, y dije, “ouch Malena, esto se te está saliendo de control”.
Número dos, la jodita de la cadena, que te la saco, que me la llevo, que la tengo puesta, que devolvémela, y cuando queríamos acordarnos estaba yo colgada del cuello en un forcejeo que tenía más tensión sexual que violencia explícita. Ah, el comentario de Bocha, nunca tan acertado cuando dijo “¿saben que eso con un garche se soluciona?”.
Y número tres, cuando sí dije “estoy hasta el cuello, auténticamente jodida, si esto no es amor qué mierda es”.

¿Cómo olvidarme esa juntada bizarra en la loma del orto a la que se suponía que iba a ir y no fue? ¿Cómo olvidarme que me enojé porque me había depilado sin sentido (siempre en lo importante eh)?
Cómo podría olvidar el motivo, ese ojo en compota que me dio ganas de salir a trompearme con media zona sur, esa ira, ese instinto de protección absolutamente desconocido que se me desató cuando vi esa foto.
Pero menos me voy a olvidar lo que pasó dos días después, lo que hice traspasando todos mis niveles de avestruz cósmico, algo que no había hecho nunca y que cuando quise volver a hacer me llevó una hora atrás de un arbusto (una anécdota muy graciosa que terminó muy mal, esa segunda vez, pero que no viene al caso).
Algo tenía que hacer. Transformar la ira, las ganas de compensar ese ojo morado que no se me iban de ninguna forma, pero que no sabía cómo operativizar.
Y bueno, le devolví el favor. Me acuerdo que elegí un chocolate y me la jugué. Que, si no era, no era, pero que si era…me iba a cambiar la vida.
Y vaya que sí me la cambió.

Metida en el salón negro, en nuestro cambio de clases, él se iba y yo entraba. Lo miré de reojo porque todavía me daba cosa, porque estaba asustada, porque sabía que a veces un chocolate no es solamente un chocolate sino toda una declaración. Pero le miré ese ojo y no dudé más.
Me acerqué, asumo que con una enormidad roja en medio de mi cara normalmente pálida, con los ojos huidizos, temblando con un Parkinson emocional que no me daba tregua. Pero lo hice.
Y no me acuerdo qué le dije, me acuerdo que sonreí despacio, como cuando me doy cuenta que la sonrisa me nace bien desde el medio y crece hasta que se me notan los hoyuelos al costado. Dios mío, cinco años emocionales tenía en ese momento.
Cómo describir esa reacción, por favor.
Que siempre tuvo cara de nene, pero en ese momento fue como si le hubiera dicho que había una segunda Navidad el fin de semana. Apropiado, si tenemos en cuenta que su primer apodo rondaba lo navideño, porque aún no era el borrego.
Me miró con esos ojazos llenos de asombro primero y ternura después, y me chupó un ovario y la mitad del otro que el izquierdo lo tuviera hinchado y medio morado, porque, ¿qué importa si tenés el ojo como un mapache cuando entendés que las cosas están cambiando para bien?
¿Qué importa que el resto te esté mirando cuando vos sentís, por primera vez, la plenitud de las cosas? ¿Qué te importa el mundo?
Y ahí sí me abrazó fuerte, y ya no fue incómodo, ya no fue raro, fue como volver a estar en casa.
Ah, ese fue el momento: empezaba la plenitud.

Si no me equivoco, de ahí en adelante las cosas se aceleraron con un curso natural que todos esperábamos que sucediera, excepto un contratiempo que nos sirvió para terminar de resolver todo.
Me llevaría tres semanas tratar de reconstruir ese año y medio, sobre todo la sensación de plenitud, de entereza.
De “yo ya no estoy sola y no pueden romperme”.
No linda, el resto no podía romperte.
Él sí.

Imposible reconstruir con palabras esa plenitud, más que por metáforas sucias que no llegan a dar en la tecla con la especificidad de la sensación.
Ya lo dije muchas veces, pero lo bello no se simboliza, se vive. Nadie puede definir el amor, ¿qué carajo es el amor? ¿La plenitud? ¿No será, más bien, el desgarro de su ausencia?
La jouissance borreguil que ya no tengo y cuyo fantasma es una búsqueda constante no la puedo simbolizar. Puedo simbolizar perfectamente el proceso de la pérdida y el proceso de la búsqueda, pero no el objeto que se perdió, no la emoción que ya no está.
¿Por qué estoy escribiendo esto hoy, tanto tiempo después? ¿Por qué importa hoy que allá por el 2016 te acercaste como un pollito mojado y lograste conectar?
No lo sé. Sólo sé que me levanté con esa cara en la cabeza, y yo ya sé que estos recuerdos los tengo que exorcizar antes de que me infecten por entero.
Porque una cosa es él hoy, su persona actual, que no me afecta en lo más mínimo, que puedo ver una foto y lo único que encuentro es una sorda indiferencia, que si lo nombran ya no pasa nada.
Pero los recuerdos de la plenitud del borrego son veneno, gangrena, peligro de muerte.
Y es entendible el por qué: la jouissance perdida, percibida como plena, contrasta con el momento donde entendés que la plenitud no existe ni existirá.

Como el bebé que rompe el Edipo y se encuentra sin esa relación de plenitud, así a mí se me rompieron los esquemas y se me astillaron las verdades.
La pérdida de mi absoluto me enfrentó a la falta. La plenitud, antes realidad, quedó como recuerdo, como fantasía que querría recuperar, pero a la vez reconozco imposible. Inasible. Ya inexistente.
No, la plenitud no existe, y el todo y la nada se funden en la relatividad de un sistema de puras diferencias donde la esencia no es más que una fantasía más.
¿Es sano vivir con absolutos?
¿Cómo se vive la falta, la fragmentación, la barra del sujeto?

Me tengo que acostumbrar a vivir sin absolutos, porque el amor absoluto, el todo absoluto, encarna también la nada más desesperante que hay: la nada absoluta, el vacío existencial.
No la muerte, la extinción. No el abandono, la desaparición.
La muerte simbólica, peor que la real.
La falta constitutiva que se hace carne y duele, mierda, duele como el todo. Como la nada.
De ahí mi agujero negro emocional y mis fraccionamientos, mis laberintos del deseo, mi vacío cardíaco. De ahí el sujeto barrado y la experiencia estallada. De ahí el mecanismo del deseo imparable, la jouissance irrecuperable, la fantasía.
Y la ruleta rusa de vivir todos los días al día, todos los días de cero.
El pastiche de objetos de deseo que se funden en un crisol de fragmentaciones donde todos son, pero no lo es ninguno. Donde el amor insiste, pero ninguno consiste (teléfono para el significante lacaniano). Más que cadena, laberinto que intento desentrañar.
Las similitudes, las diferencias. Que el mismo número y año, que la misma sensibilidad, que diferente tono de marrón del iris. Que sí, que no, que no quiero reemplazos. Que no, que sí, que no me da bola. Que sí, que no, que mi deseo ya no es unívoco.
La vida no es plena, el sujeto no es pleno, el amor no es pleno, y el deseo menos. Por eso la jouissance borreguil era cómoda: era la plenitud completa, un sujeto cerrado, un amor absoluto, y un deseo unidireccional atado a ese amor.
En el hoy, tengo fragmentos, jerarquías, lugares que se ocupan y se desocupan, que se tensionan. Adonis, Número 3, un par que no se nombran, un par que aún necesito nombrar. Y la pelea inútil de hacerles encajar en un lugar que no sé si no existe o que ya fue ocupado, porque, ¿a cuántas personas podés realmente decirles que son esa persona? ¿Y si ese lugar ya fue llenado una vez? ¿Se puede reemplazar, o el designante rígido se opone a la extracción?
Amor, lo que se dice amor, una sola vez. Amor de mi vida, amor de mis vidas si me pongo esotérica y le doy crédito a esa sensación constante de “te conozco, yo sé quién sos” con que me topaba con él.
Amor absoluto, ya no más. Porque no es sano, porque no puedo.
Conformate con esto, borrego: habrás sido, si no el único amor de mi vida, el único amor absoluto, la única jouissance inconfundible, la única fantasía de plenitud que creí.

Y entre tu falsa plenitud, y mi barrada realidad, me quedo con ésta última mil veces, porque la plenitud es ceguera y la falla es terreno de análisis y disputa.
Quedate, borrego, con tu jouissance mística.
Dejame a mí, Malena, con mi falla constitutiva, mi tendencia al nihilismo, y mis preguntas filosóficas.
Tu plenitud prometía respuestas.
Pero yo, hoy, prefiero las preguntas.

18.5.19

Die Traumdeutung


La sensación de ahogo, los ojos como platos y el corazón desbocado.
La melancolía avanzando, reptando por mi mente como una planta trepadora, agarrándose de las grietas.
La vieja tristeza que te envuelve en un círculo que se cierra cada vez más.
El juego perverso que no hace más que volver a empezar.

Cada sueño es una tortura y a la vez una visión significativa. Podés ser la persona más racional del planeta y aun así reconocer que los sueños suelen ser una enorme herramienta de análisis.
Pero, ¿es necesario?
Sinceramente ya no sé cómo escribir estas cosas sin sonar repetitiva. Tortura, insuficiencia, tristeza, significantes que vuelven a aparecer en cada intento de simbolización.
El loop del sufrimiento en la escritura fragmentada.
O capaz que la fragmentada soy yo.

Lo que seguro está fragmentado es el sueño.
Mi departamento era el escenario de una previa llena de hombres, mi amiga Agus, el novio, Número 3, Adonis, y un par más que no vienen al caso. Un escenario ecuménico de gente que no se conoce y que jamás debería mezclarse, ¿qué puede salir mal?
Todo, Male, todo salió (sale) mal.
Se formaban parejas, yo quedaba sola al lado de un compañero de facultad que siempre me mira raro (real), y que intentaba avanzar conmigo. Yo me lo sacaba de encima porque estaba angustiada y el chabón insistía, insistía, insistía. Como no le daba bola, se empezaba a pajear al lado mío. Normal.
Asqueada salía corriendo para la pieza y encontraba una escena bizarra. Agus llorando a mares en mi cama, discutiendo con el novio.
Lo que él le decía era que o aceptaba abrir la pareja o se terminaba todo. Ella claramente no quería, sufría, se desgarraba cada vez que escuchaba la sola idea. Y yo lloraba con ella, me enfurecía, sentía ese dolor como si fuese propio.
En el medio de semejante escándalo, Adonis salía casi corriendo, por motivos que desconozco. Yo le gritaba y no me escuchaba (o no me quería escuchar). Y bueno, se iba. No me sorprende.
Finalmente Agus aceptaba las nuevas condiciones, llorando derrotada, silenciosa. Me intentaba acostar en la cama con una sensación amarga y Número 3 se me acercaba, y me pedía algo. No recuerdo qué era pero podemos inferir perfectamente para qué lado se orientaba. Yo creo que le retrucaba que sólo si se quedaba esa noche porque estaba angustiada, y le alargaba la mano.
Me miraba, primero con asco, luego con sorna.
Se sonreía, me soltaba la mano.
Se iba.
La sensación de ahogo, los ojos como platos y el corazón desbocado.

Hasta ahí la forma, los desplazamientos, las condensaciones, los mecanismos del sueño. Pero, ¿qué se desplaza, qué se condensa, qué se simboliza?
La previa llena de gente donde solo me importan algunas personas habla por sí misma. Un mundo lleno de gente de donde sólo me son posibles algunas personas, no más. Y no lo intenten, no sucederá, no quiero saber.
El flaco de la facultad insistiendo y pajéandose ante mi negativa me parece una escena de lo más violenta. Me suena a forzarme una sexualidad que no quiero, a empujarme al desconche, a abrirme a experiencias que no quiero tener y relaciones que no me interesa intentar. Me resulta como el intento de los allosexuales de que entienda su mundo cuando no lo entenderé nunca, cuando estoy cómoda con cómo soy o al menos con cómo me funciona, aunque me traiga problemas. Sí, trae problemas. Pero forzarme a experimentar desesperadamente nunca fue una buena opción. No, no quiero hacerlo. Por favor, déjenme tranquila.
Al menos en ese sentido, no estoy rota. Sólo funciono diferente, sólo no sigo las reglas de la heteronorma.
La escena de Agus y Juan es durísima. Primero porque me hace sentir culpable, porque me parece que él es alto compañero para ella, que siempre la banca y que nunca la lastimaría así, menos adrede. Segundo, porque sentía su dolor como si fuese mío. Tenía el típico instinto de “con mi amiga, no”: a mí si querés cagame a trompadas, pero a mi amiga no la toques. Nunca la vi sufrir así y creo que si llego a presenciar semejante cosa arranco a los tiros, sin mediar palabra.
Pero lo peor no es eso. El tema no era solamente “con mi amiga no”…era “conmigo no”. Es una maldita proyección de lo que más temo y de lo que no quiero que suceda, que me pongan esa condición para poder mantener una relación si en algún momento puedo encontrar alguien con quien más o menos coincida.
No quiero ser la segunda, no quiero el desgarro de los celos insidiosos, no quiero saber lo que puede pasar. Mi personalidad no toleraría semejante cosa. Y entiendo que hay gente que se puede sentir muy cómoda pero no creo que el mío sea el caso. Me torturaría con cada detalle (si es imaginado, incluso peor), me desvelaría si sé lo que está pasando, me viviría comparando. No, yo paso. Eso sólo me haría sufrir.
Porque, sinceramente, a veces ya sufro así.
Conmigo no, por favor conmigo no. No me pidan la única cosa que no puedo dar, no me pidan que entre en ese espiral horrible. No podría.

Y el final. Bueno, previo a eso, Adonis tomándose el palo es algo que a nadie sorprende y que no requiere mayor análisis, ¿verdad? Sigamos.
En un primer momento el final sólo me pareció completamente sádico, burlón, pero no lograba establecer alguna otra conexión.
Pero algo en el fondo de la mente me decía que había algo más. Que Número 3 no era Número 3 en ese momento, que la situación remitía a otra.
Había algo ahí. Mi lugar, el suyo, el ángulo, la mano, el asco…
Boom.
Claro que había algo.
Porque eso ya lo viviste. Porque esa parte del sueño pasó de verdad.
El ruego, la desolación, la burla, el abismo, la caída.
La negativa, el “(ya) no quiero siquiera cuidarte porque sos otra cosa”. La cosificación, el abandono.
Claro que la escena iba a pegar con la fuerza de un déjà vu, como una patada en el estómago, como la peor de tus pesadillas.
Porque fue, literalmente, la peor de tus pesadillas hecha realidad.
¿Te acordás, verdad?
¿Quién sino él?
¿Quién sino el mismísimo borrego?

No, no es Número 3, ni son Agus y Juan, ni es el flaco de la facultad. Ponele que Adonis sí sea él, pero como se limitó a hacer mutis por el foro no me da muchas posibilidades de análisis. Aunque, de todos modos, me parece sumamente significativo.
Solamente yo era yo. Freud estaría orgulloso de semejante muestra de desplazamientos y condensaciones en una sola pieza.
El punto es todo ese engranaje maquiavélico y siniestro que lleva a plasmar en una sola superficie onírica, llena de metáforas y metonimias, tus peores miedos.
Perder lo que querés (o nunca alcanzarlo) y que te pidan que te hagas a un costado, pero sin irte. Que te tengan un poco como un títere que puedan mover a su antojo. ¿No te suena conocido? ¿Me vas a venir a decir que no hay alguien que, si quiere, te mueve como una marioneta mal hecha?
Porque el tema no es el juego con los demás. Te puede llegar a molestar una que otra cosa, pero te la bancás porque viene por otro lado.
A lo que le tenés miedo es a volver a amar a alguien con la misma intensidad y que la respuesta sea un sí y un no. Que la condición sea resignarte a tener un lugar absolutamente secundario, doloroso. Y de emociones ni hablar. El mandato millenial de la frialdad, de la no intensidad, del orgullo extremo, de mantener una dignidad que les juro que no tengo la más pálida idea de qué es.
¿Qué es lo peor?
Que, llegado el caso, sos perfectamente capaz de aceptar.

Lo preocupante es que desde que me levanté que le doy vueltas al sueño y no puedo salir de la sensación de ahogo, de la dominante de color oscura que tenía, del llanto de mi amiga, del mío, de la sonrisa socarrona del final.
Y la siento, la veo a mi alrededor, rodeándome como una niebla espesa, densa, oscura.
La tristeza.
Es la misma y a la vez es nueva pero, en el fondo, sé que es ella.
Le puedo asociar mil y un significantes: desgano, cansancio emocional, frustración, fastidio, enojo, capricho, oscuridad, llanto, maltrato, trabajo emocional no resuelto, dolor, sufrimiento, angustia, ira, celos, inseguridad, abandono, reemplazo, bronca, apatía, depresión, insuficiencia, impulsividad, mal humor…
Pero en el fondo todo eso se resume en tristeza. Tristeza pura y dura, tristeza que invade todo, que te toma la voz, que se te traslada al cuerpo, que se te plasma en la expresión y se te ve en los ojos.
Tristeza que te roba el hambre y las ganas, que te hace encorvarte, que te desarma.
Tristeza que te envuelve, te aísla, te cala hasta los huesos y no te deja ser.
Tristeza que te habla al oído como una vieja amiga y te dice las cosas que no querés escuchar, pero que sabés que son verdad.
Al final, la lucha es inútil. Ella siempre vuelve.
Es la única que siempre vuelve.

Porque es evidente que, en el fondo, todo es inútil. Que, en el fondo, hay algo que está mal conmigo, que no puedo solucionar. Que me persiguen mis fantasmas hasta en los sueños, que no puedo ni dormir tranquila para escaparme de la realidad porque ésta se resignifica en lo onírico.
Que si la tristeza es la única que no me ha abandonado todavía (y no da signos de hacerlo) es porque hay algo estructural que no voy a poder cambiar.
Escribo para no olvidar aunque esté dudando incluso del motivo. Escribir para qué, intentar para qué, cambiar para qué, emociones para qué, el amor para qué. La derrota total ante la tristeza y ante el resto.
La derrota total de todos los ideales, el derrumbe de lo conocido y la imposibilidad de construir otra cosa.
Algo necesito construir y no puedo, algo tengo que crear y no me sale. Todes necesitamos un relato, algo en qué creer, una narrativa que le dé sentido a nuestra vida y le invente una dirección.
Porque en algo tenés que creer y todo en lo que creías está ardiendo a tus pies.
Y cuando ves las cenizas, ¿qué podés hacer? ¿De dónde sacás las fuerzas para empezar de nuevo?
¿A dónde puedo ir?

¿Cuáles son las reglas?
No recuerdo haber aceptado meterme en este juego perverso cuando decidí que era tiempo de salir.
Es que tampoco decidí, tampoco busqué.
Yo no los busqué, yo no quise esto.
Yo acepté pensando que se venía otra cosa, que finalmente algo iba a salirme bien, que la mierda había quedado atrás.
Ahora quiero salir y no sé cómo.
Y entonces el dolor, entonces pasarla como el culo, entonces el hielo que te quema por dentro.
Entonces ver cosas que no querías ver, entonces hacerte una película, entonces sufrir.
Entonces las emociones incontrolables de un corazón inexistente, entonces el aguijonazo de la tristeza y el frío.
Entonces la sensación de ahogo, los ojos como platos y el corazón desbocado.

11.5.19

El mito de la suficiencia helénica

No puedo salir de mi cabeza. Es como una celda acolchada con camisa de fuerza, cuatro paredes que enloquecerían a cualquiera y vaya si me están enloqueciendo a mí. Cuatro paredes donde mis demonios bailan hasta el amanecer en círculos, donde hay ausencias que pesan y presencias ligeras, donde la oscuridad es perenne como un invierno narniano. Donde quien manda no soy yo, y el rey que elegí se ríe de mí con el descaro de saber que es el elegido.
Claro, que él es el elegido.
Y yo no.

Porque el tiempo parece ser un círculo perverso y volvemos siempre a lo mismo. Tantas veces lo escuché que ya se hizo mantra en la celda acolchada y es el ritmo que conduce la danza demoníaca.
No sos suficiente.
Nunca fuiste suficiente.
Nunca serás suficiente.
Creo que todos mis problemas se reducen a eso. A no ser suficiente nunca, a tener una vara altísima que no puedo alcanzar y que, irónicamente, yo no puse ahí. ¿Quién me puso la vara tan alta? ¿Cómo la saco? ¿Por qué tengo que seguir saltando como poseída para intentar alcanzar un nivel descabellado que no me garantiza nada, porque cuando llego se abre otro límite y así hasta el hartazgo?
No lo entiendo, es confuso, es agotador, y por sobre todas las cosas, ya no lo quiero. Ya hablamos de bailar como poseída mientras otro es maestro de orquesta. Bueno, esto es igual, pero con un componente de toxicidad asqueroso, pútrido, morboso.
Un comando incorpóreo que te dice que tenés que llegar, un imperativo categórico propio que te lleva a bailar desquiciada intentando alcanzar el límite sólo para descubrir que no lo estás alcanzando nunca.
¿No suena un poco como el mecanismo del deseo? ¿No tendrá que ver con eso? Perseguir algo inalcanzable para luego llegar y darte cuenta que no, eso no es, que es otra cosa que está más allá y así sucesivamente buscás y buscás y no encontrás, mientras acumulás llegadas y triunfos que no podés disfrutar siquiera por un segundo.
La perversión del mecanismo del deseo llegó a definir mi suficiencia.
El tema es que parece que la definió un mecanismo del deseo ajeno.

¿Qué es ser suficiente, además?
¿Quién define el standard de suficiencia? ¿Quién se arroga la capacidad, quién osa erigirse en juez de lo que deben ser los demás? ¿Cómo se te ocurre que podés decirle a alguien que no es suficiente? ¿Quién carajo te creés que sos para decir eso?
Jamás le diría a alguien que no es suficiente y, sin embargo, me lo viven diciendo a mí.
De vuelta, ¿qué es ser suficiente?
¿Qué necesita el mundo para verme como suficiente, por favor? ¿Qué tengo que hacer para parar este frenesí infernal de la yuta suficiencia? ¿Qué? ¿Qué más?
Es que me miro y, objetivamente y sin ánimos de ser soberbia, no lo entiendo. Soy medianamente bonita en términos hegemónicos, y no te digo que tenga un lomo de infarto pero me defiendo en mi metro cincuenta y ocho de semi-hegemonía. Me considero una persona notablemente inteligente, que puede hablar de muchas cosas. Ponele que interesante, ciertamente amena. Tengo talentos variados aunque no descolle en ninguno: bailo, canto, actúo, escribo, analizo cosas. Bruja en formación. Soy muy fiel (me atrevería a decir que demasiado), soy cariñosa. Puedo ser graciosa, irónica, divertida. Soy perseverante, organizada. Una persona casi completa.
Quizás ahí está el problema: soy medianamente, semi-hegemónica, notablemente, ponele que, no descollante, en formación, casi. Mediocre. Y la gente quiere perfección absoluta, aún sin verse al espejo y ver que no se acercan a una perfección que, además, no existe.
Y bueno, después tenés el temita de  los defectos. Que soy una psiquiátrica de mierda, una intensa sin remedio, una ansiosa, una rara, una no heteronormada y encima no asumida. Una pobre enamoradiza. Una pesada, una ignorante, una mediocre.
Una suicida.
¿Es que la mancha no se borra nunca? ¿No me van a dejar nunca en paz con eso? A mucha honra, tuve más ovarios que muchos de ustedes que si miran a la Parca a los ojos se mean encima.
Pero hasta para la Parca no fui suficiente y me dejó tirada en este mundo de mierda sin saber a dónde ir.

De nuevo, ¿quién carajo se arroga el derecho de apuntar con un dedo acusador y juzgar la suficiencia ajena?
Quizás un lector desprevenido podría decirme, sin mucha dificultad, que el problema es mío por escuchar voces ajenas y darles crédito. Dale, no las escuches, sé libre, paz y amor hermana.
Sí, claro, querido lector. Dejame que te cuente.
Sí, las voces de la suficiencia quizás sean siempre ajenas. Pero las terminás haciendo carne, hueso, sangre, impulso eléctrico propio. Se mezclan con tu voz propia para encarnar una corporeidad fantasmal que te impulsa a correr, saltar, volar incluso para llegar. Y enterarte, una vez que apoyás los pies en ese techo, que ahora es un suelo y otro techo te espera. Y el juego de la oca vuelve a empezar.
No es fácil cuando incorporás las voces de la suficiencia.
¿Y quiénes son las voces de la mía?
Bueno, en un principio quizás eran voces más familiares de lo que uno querría admitir. Pero las entendés y las apartás gentilmente.
Luego, las voces del amor violento e iracundo del que sobrevive un recuerdo reprimido por seguridad y que en algún momento tendré que vomitar. Pero no es momento ahora.
Cuando las borraste, las voces del amor borreguil con su trino casi celestial, que le hubiesen hecho creer a cualquiera que la tragedia se había terminado. Y oh no, cómo me equivoqué: la danza recién acababa de empezar.
¿Y ahora? ¿Qué sonido fantasmal lleva adelante el coro de alimañas?
Dije al principio que el rey se sienta en el trono con la convicción de ser el elegido y la perversidad de reírse de mí sabiendo que yo no lo soy ni lo seré. Es cómodo ocupar tronos ajenos cuando te lo dejan servido en bandeja y eso hice yo. Servirle el lugar en bandeja, entregarle eso. Entregarle, entregarME.
Volvemos siempre a lo mismo, es mi eterno problema de endiosar mortales en pedestales de mármol.
Pedestales griegos.
Sí, ni siquiera tengo que decirlo. Ya lo dije todo.

La metáfora griega surgió como una casualidad y fue escalando posiciones porque me doy cuenta que no fue una casualidad en absoluto. Algo en mi cerebro dormido entendió que era perfecta la analogía y que, si no la veía en toda su profundidad, lo haría en algún momento. Y que encima conectaba con la analogía que se refería a mí.
Pues bien, el momento llegó.
Resulta que el mito de Adonis lo comparten varias religiones, pero vamos con la griega que nos ofrece mayores dimensiones de análisis. Muchas son las versiones, pero todas concuerdan en que Adonis era un joven de increíble belleza (ja) y que, por eso, la diosa Afrodita quedó prácticamente hechizada por él (doble ja), por lo que lo encerró en un cofre y se lo dio a Perséfone (a.k.a, la esposa de Hades y por ende la mujer del señor del mismísimo inframundo, tomen nota) para que lo cuidara. Cero psiquiátrica, Afrodita, muy sereno lo tuyo, secuestrar a alguien. El problema fue que Perséfone también se encaprichó con el señorito y empezaron una guerra resuelta por Zeus de una manera un poco salomónica: cuatro meses con Afrodita, cuatro con Perséfone, cuatro con quien quieras. Algunas versiones resaltan, cosa que me resulta curiosa, que Adonis prefería a Afrodita y elegía pasar con ella los cuatro meses libres (ah, pero no se liberaba de Perséfone tampoco…). Y además, Perséfone estaba casada y, ¿no se supone que ella y Hades son como la pareja ejemplo del panteón griego? ¿Qué onda, chicos? ¿Poliamor o adulterio, amor libre o cuernos conscientes?
Las cosas no terminan bien para el pobre Adonis, que parece que muere a manos de un jabalí. Qué poco poético, le auguraba un final mejor. Háganlo semidiós, al menos, no sé, Afrodita hacé algo.
Afrodita hacé algo.
Afrodita.

Quienes hayan cursado algo de actuación de método Strasberg habrán cruzado las subpersonalidades, derivadas de los arquetipos de Jung, que vendrían a ser las energías de diferentes calibres que tenemos adentro y que podemos utilizar para componer personajes o despertar emociones. Suena a falopa cósmica pero funciona.
A nadie le sorprenderá que, en el caso femenino, la energía sensual/sexual/amorosa sea la Afrodita (en los hombres es Don Juan, podría haber sido Adonis y no me arruinaban la metáfora helénica eh).
Bueno, siempre tuve muy presente a la Afrodita, sobre todo cuando bailo. No me resulta difícil el jazz seductor, Fosse, Chicago. Hay algo ahí casi natural (no, esencial no, ya estamos de acuerdo en que la esencia es una mentira idealista y platónica). El problema es, como lo puse en claro en todos los textos anteriores, la Afrodita de la vida real. ¿Podés seducir en la vida real? ¿Podés generar atracción, ser objeto de deseo?
No.
Falsa Afrodita y nunca femme fatale, nunca objeto de deseo. Fantasma de Afrodita, quizás.

Llegado a este punto tenemos a los personajes de la metáfora bien claros. Adonis, con su belleza hipnótica según parece, Afrodita que no se da cuenta que es una diosa y que todo este quilombo sexo-afectivo es un poco mortal para ella, Perséfone, una acumuladora que encima que tiene un marido re cool y re tanático le quiere escupir el asado a Afrodita.
Problema número uno, yo no soy ni seré Afrodita. Y si yo soy una falsa Afrodita, una diosa de cartón pintado, significa que hay una verdadera Afrodita que es la que se va a quedar con todo.
Problema número dos, hay una Perséfone (o varias). Y oh sorpresa, es una relación y lucha con la muerte, otra vez. La señora del inframundo. La Parca. Hola amiga, nos encontramos de nuevo.
Problema número tres, largá la falopa helénica que la primera que lo nombró Adonis fuiste vos.

¿Qué hago con esto?
Mi parte bruja me mira desconcertada. Adonis nunca estuvo en mis planes pero ella sabía que se venía la noche (pero ese es tema de otro capítulo, muy interesante por cierto). Y capaz que yo no escuché lo suficiente a mi intuición.
Una intuición que te advertía que estabas, otra vez, llevando al pedestal de mármol un ideal. Curiosamente, con una metáfora bastante precisa, incluso en la parte de la vanidad de Adonis (y sí chabón, hacete cargo, el límite del amor propio y la vanidad es una línea muy difusa, sos de los que se saben lindos y lo aprovechan, y encima yo no colaboro porque te lo resalto todo el tiempo).
Siendo una falsa Afrodita, tengo varias opciones. Puedo hacerme a un lado y entender que toda esta perfección griega no es para mí, que nunca me van a elevar en un pedestal de mármol, que ni rituales, ni rosas, ni vestido blanco. El vestido blanco, ¿te acordás cuando le pediste al borrego rosas y vestido blanco? Ridícula, rogando de rodillas. Triste y ridícula, sin rosas ni vestido blanco ni corazón ni salud mental. Llena de cicatrices, llena de químicos, llena de muerte. Llena de vacío.
Puedo también devanarme los sesos intentando bajar a Adonis del pedestal (buena suerte con eso). Puedo enemistarme a muerte con mi idea espectral de Perséfone y volver a las luchas tanáticas que tan conocidas me resultan. Puedo invocar a Zeus para lograr un acuerdo salomónico que no podría dejar a nadie satisfecho. Podría hacer todo eso, incluso podría no hacer nada.
O podría hacerme cargo de lo que soy, lo que no soy y lo que quiero ser, e intentar hacer de mí una verdadera Afrodita, una Afrodita que se ponga las pilas y comprenda que la diosa del amor y la belleza es ella y que por eso puede manejar los hilos a su antojo.
Aunque no sé cómo hacer eso.

El punto es, volviendo a la suficiencia, que todo significa una lucha.
Male 2017 tenía un razonamiento bastante interesante…y bastante psiquiátrico: yo ya no lucho por la supervivencia, lucho por la suficiencia, y si muero en el camino, si en el camino dejo la vida, habré muerto con la gloria de intentar ser la mejor.
Uf, no. Por favor no. Perséfone es otra, dejá que ella se lleve lo tanático. La muerte y vos mejor que queden separadas.
Male 2018 la verdad es que no pensaba. Pensaban la risperidona y el valproato de magnesio y eso le parecía suficiente.
Hasta esa noche (¿era veintidós, otra vez esa fecha?)
Ahí nació otra cosa. Ahí me vi de vuelta traída a una lucha que no pensaba poder lidiar y, sin embargo, acá me tienen. Male 2019, la que quiere ganar y no puede, la que se enfrenta a todo el panteón griego con tal de obtener media caricia y quizás una canción.
Y, como en el mecanismo perverso del deseo, obtuviste más de una caricia y bastantes canciones. El tema es…el mecanismo mismo. El movimiento de los engranajes libidinales que nos llevan más allá, a desear más, más, más. Como una droga, más, más, más. Como el peligro, más, más, más. Como la música, más, más, más.
Deseo tuyo, deseo ajeno, suficiencia, Adonis, Afrodita, Perséfone, la Parca, droga, peligro, música, danza demoníaca. Quién sabe qué cosa pueda llegar a salir de ese mix.
Nada bueno, eso seguro.
Es una carrera por la suficiencia, y tengo que llegar yo y no tiene que llegar nadie más, tengo que correr, tengo que llegar. Veo la meta, ahí está, y corro, galopo, salto, vuelo desesperada, pero la línea de llegada parece correrse ante mis ojos.
Y no entiendo que quizás hay gente que ya estaba en la línea de llegada cuando yo empecé a correr. Algunos nacen con la ventaja de ser suficientes, de ser elegibles, de ser perfectos. Algunas ya nacen Afroditas.
No me cayó eso en suerte. Nunca me van a decir que sí.

Bailan los demonios, bailan las ausencias, baila medio panteón griego ante mis ojos desorbitados.
Bailan todos, menos vos y yo.
Eso me debería dar una pauta.
¿Bailarías, Adonis?
¿Con quién?
¿Cuál es el precio?
¿Cuál es la vara de tu suficiencia?