Todos identificamos ese momento que, con
el diario del lunes y recapitulando una historia de amor, nos dimos cuenta que
estábamos jodidos. Hasta el cuello, hasta la fucking médula.
Yo escribo como puedo, y aunque intente
ordenar la cronología me gana la emoción porque lo reprimido vuelve como le
viene en ganas.
Del amor de mi vida tengo varios de esos
momentos. El amor de mis vidas. La mismísima gema perdida, la jouissance irrecuperable, el absoluto
que no está.
El borrego.
Borrego, linda palabra. No, si en la vida
cotidiana me refiero a esa persona, ya no le digo así (tengo un apodo un poco
menos agraciado). Pero borrego, borrego es la persona del pasado, la
reconstrucción del recuerdo, la sombra que mi memoria se esfuerza en armar con
la fragilidad de un castillo de arena.
El borrego es más que la persona que fue,
es el vínculo. Borrego no es presente ni lo será, por eso recurrimos a otros
nombres para otras presencias, la suya inclusive, que hoy no es lo que fue.
Borrego es ese amor, ese referente, esa cadena
significante.
La plenitud perdida, el amor absoluto, la
entrega sin reparos.
Tengo varios de esos momentos donde me
acuerdo que el corazón me pegó un salto y la espina dorsal se contorsionó con
un latigazo de electricidad que no había sentido jamás. Que pocas veces volví a
sentir.
Sé que no me voy a olvidar nunca la
primera vez que miré esos ojos. Mierda, no tiene que sonar romántico, es el momento
bisagra donde mi vida se fue al carajo porque caí en esos ojos como la presa
perfecta. Pero la verdad es que no me olvido.
O la vez que lo pesqué mirando mi mochila
con asombro, los parches, el pañuelo, la cadena. O cuando cayó escuchando SOAD
a la escuela (y sí, la tanga en la estratósfera en ese momento). O cuando me
enojé por una gilada, me agarró por los hombros y me dijo re suave “eu,
tranquila” (y sí, la tanga había llegado a Saturno, seguro sigue entre los
anillos orbitando).
Pero los puntos clave fueron tres.
Número uno, cuando clavé dos diez en un
día y me vino con esa cara de timidez absoluta, rojo absoluto, a decirme en un
tono pianísimo “felicitaciones” y dejarme un chocolate en la mano. Creo que fue
la primera vez que lo abracé, incómodamente para ser sincera, y dije, “ouch
Malena, esto se te está saliendo de control”.
Número dos, la jodita de la cadena, que te
la saco, que me la llevo, que la tengo puesta, que devolvémela, y cuando
queríamos acordarnos estaba yo colgada del cuello en un forcejeo que tenía más
tensión sexual que violencia explícita. Ah, el comentario de Bocha, nunca tan
acertado cuando dijo “¿saben que eso con un garche se soluciona?”.
Y número tres, cuando sí dije “estoy hasta
el cuello, auténticamente jodida, si esto no es amor qué mierda es”.
¿Cómo olvidarme esa juntada bizarra en la
loma del orto a la que se suponía que iba a ir y no fue? ¿Cómo olvidarme que me
enojé porque me había depilado sin sentido (siempre en lo importante eh)?
Cómo podría olvidar el motivo, ese ojo en
compota que me dio ganas de salir a trompearme con media zona sur, esa ira, ese
instinto de protección absolutamente desconocido que se me desató cuando vi esa
foto.
Pero menos me voy a olvidar lo que pasó dos
días después, lo que hice traspasando todos mis niveles de avestruz cósmico,
algo que no había hecho nunca y que cuando quise volver a hacer me llevó una
hora atrás de un arbusto (una anécdota muy graciosa que terminó muy mal, esa
segunda vez, pero que no viene al caso).
Algo tenía que hacer. Transformar la ira,
las ganas de compensar ese ojo morado que no se me iban de ninguna forma, pero
que no sabía cómo operativizar.
Y bueno, le devolví el favor. Me acuerdo
que elegí un chocolate y me la jugué. Que, si no era, no era, pero que si era…me
iba a cambiar la vida.
Y vaya que sí me la cambió.
Metida en el salón negro, en nuestro
cambio de clases, él se iba y yo entraba. Lo miré de reojo porque todavía me
daba cosa, porque estaba asustada, porque sabía que a veces un chocolate no es
solamente un chocolate sino toda una declaración. Pero le miré ese ojo y no
dudé más.
Me acerqué, asumo que con una enormidad
roja en medio de mi cara normalmente pálida, con los ojos huidizos, temblando
con un Parkinson emocional que no me daba tregua. Pero lo hice.
Y no me acuerdo qué le dije, me acuerdo
que sonreí despacio, como cuando me doy cuenta que la sonrisa me nace bien
desde el medio y crece hasta que se me notan los hoyuelos al costado. Dios mío,
cinco años emocionales tenía en ese momento.
Cómo describir esa reacción, por favor.
Que siempre tuvo cara de nene, pero en ese
momento fue como si le hubiera dicho que había una segunda Navidad el fin de
semana. Apropiado, si tenemos en cuenta que su primer apodo rondaba lo
navideño, porque aún no era el borrego.
Me miró con esos ojazos llenos de asombro
primero y ternura después, y me chupó un ovario y la mitad del otro que el
izquierdo lo tuviera hinchado y medio morado, porque, ¿qué importa si tenés el
ojo como un mapache cuando entendés que las cosas están cambiando para bien?
¿Qué importa que el resto te esté mirando
cuando vos sentís, por primera vez, la plenitud de las cosas? ¿Qué te importa
el mundo?
Y ahí sí me abrazó fuerte, y ya no fue
incómodo, ya no fue raro, fue como volver a estar en casa.
Ah, ese fue el momento: empezaba la
plenitud.
Si no me equivoco, de ahí en adelante las
cosas se aceleraron con un curso natural que todos esperábamos que sucediera,
excepto un contratiempo que nos sirvió para terminar de resolver todo.
Me llevaría tres semanas tratar de
reconstruir ese año y medio, sobre todo la sensación de plenitud, de entereza.
De “yo ya no estoy sola y no pueden
romperme”.
No linda, el resto no podía romperte.
Él sí.
Imposible reconstruir con palabras esa
plenitud, más que por metáforas sucias que no llegan a dar en la tecla con la
especificidad de la sensación.
Ya lo dije muchas veces, pero lo bello no
se simboliza, se vive. Nadie puede definir el amor, ¿qué carajo es el amor? ¿La
plenitud? ¿No será, más bien, el desgarro de su ausencia?
La jouissance
borreguil que ya no tengo y cuyo fantasma es una búsqueda constante no la puedo
simbolizar. Puedo simbolizar perfectamente el proceso de la pérdida y el
proceso de la búsqueda, pero no el objeto que se perdió, no la emoción que ya
no está.
¿Por qué estoy escribiendo esto hoy, tanto
tiempo después? ¿Por qué importa hoy que allá por el 2016 te acercaste como un
pollito mojado y lograste conectar?
No lo sé. Sólo sé que me levanté con esa
cara en la cabeza, y yo ya sé que estos recuerdos los tengo que exorcizar antes
de que me infecten por entero.
Porque una cosa es él hoy, su persona
actual, que no me afecta en lo más mínimo, que puedo ver una foto y lo único
que encuentro es una sorda indiferencia, que si lo nombran ya no pasa nada.
Pero los recuerdos de la plenitud del
borrego son veneno, gangrena, peligro de muerte.
Y es entendible el por qué: la jouissance perdida, percibida como
plena, contrasta con el momento donde entendés que la plenitud no existe ni
existirá.
Como el bebé que rompe el Edipo y se
encuentra sin esa relación de plenitud, así a mí se me rompieron los esquemas y
se me astillaron las verdades.
La pérdida de mi absoluto me enfrentó a la
falta. La plenitud, antes realidad, quedó como recuerdo, como fantasía que
querría recuperar, pero a la vez reconozco imposible. Inasible. Ya inexistente.
No, la plenitud no existe, y el todo y la
nada se funden en la relatividad de un sistema de puras diferencias donde la
esencia no es más que una fantasía más.
¿Es sano vivir con absolutos?
¿Cómo se vive la falta, la fragmentación,
la barra del sujeto?
Me tengo que acostumbrar a vivir sin
absolutos, porque el amor absoluto, el todo absoluto, encarna también la nada
más desesperante que hay: la nada absoluta, el vacío existencial.
No la muerte, la extinción. No el
abandono, la desaparición.
La muerte simbólica, peor que la real.
La falta constitutiva que se hace carne y
duele, mierda, duele como el todo. Como la nada.
De ahí mi agujero negro emocional y mis
fraccionamientos, mis laberintos del deseo, mi vacío cardíaco. De ahí el sujeto
barrado y la experiencia estallada. De ahí el mecanismo del deseo imparable, la
jouissance irrecuperable, la
fantasía.
Y la ruleta rusa de vivir todos los días
al día, todos los días de cero.
El pastiche de objetos de deseo que se
funden en un crisol de fragmentaciones donde todos son, pero no lo es ninguno.
Donde el amor insiste, pero ninguno consiste (teléfono para el significante
lacaniano). Más que cadena, laberinto que intento desentrañar.
Las similitudes, las diferencias. Que el
mismo número y año, que la misma sensibilidad, que diferente tono de marrón del
iris. Que sí, que no, que no quiero reemplazos. Que no, que sí, que no me da
bola. Que sí, que no, que mi deseo ya no es unívoco.
La vida no es plena, el sujeto no es
pleno, el amor no es pleno, y el deseo menos. Por eso la jouissance borreguil era cómoda: era la plenitud completa, un
sujeto cerrado, un amor absoluto, y un deseo unidireccional atado a ese amor.
En el hoy, tengo fragmentos, jerarquías,
lugares que se ocupan y se desocupan, que se tensionan. Adonis, Número 3, un
par que no se nombran, un par que aún necesito nombrar. Y la pelea inútil de
hacerles encajar en un lugar que no sé si no existe o que ya fue ocupado,
porque, ¿a cuántas personas podés realmente decirles que son esa persona? ¿Y si ese lugar ya fue
llenado una vez? ¿Se puede reemplazar, o el designante rígido se opone a la
extracción?
Amor, lo que se dice amor, una sola vez.
Amor de mi vida, amor de mis vidas si me pongo esotérica y le doy crédito a esa
sensación constante de “te conozco, yo sé quién sos” con que me topaba con él.
Amor absoluto, ya no más. Porque no es
sano, porque no puedo.
Conformate con esto, borrego: habrás sido,
si no el único amor de mi vida, el único amor absoluto, la única jouissance inconfundible, la única
fantasía de plenitud que creí.
Y entre tu falsa plenitud, y mi barrada
realidad, me quedo con ésta última mil veces, porque la plenitud es ceguera y
la falla es terreno de análisis y disputa.
Quedate, borrego, con tu jouissance mística.
Dejame a mí, Malena, con mi falla
constitutiva, mi tendencia al nihilismo, y mis preguntas filosóficas.
Tu plenitud prometía respuestas.
Pero yo, hoy, prefiero las preguntas.