1.11.23

Fallidos laberintos

 
Sí, sí puedo.
Con todo puedo.
No, no hay problema.
No, por favor, faltaba más.
Cómo no lo voy a hacer, cómo no voy a poder.
 
    Cómo voy a decir que no, cómo voy a fallar, si un paso en falso me relegaría a la más absoluta iconoclasia y muerte simbólica.
    La falibilidad que tolero en los demás me está prohibida, no es nombrada, es el tabú de mi existencia.
    Ha quedado en los laberintos de lo Real.
 
    Fallar no me está permitido.
    Nunca lo estuvo, a decir verdad.
    La niña diez, la adolescente prodigio, la abanderada, la doble titulada, la Cuadro de Honor de la UBA, la profesional exitosa, la artista consagrada.
    Y sin embargo el fracaso se cuela por las grietas de mi perfección (auto)impuesta y maquillada, reptando por cada hueco donde puede recordarme que no seré jamás la imagen de la perfección.
    No fuiste, no sos, no serás.
    No te elegirán.
    Hay algo que nunca vas a poder lograr.
    Siempre hay una más bella, más inteligente, más buena, más interesante, que me destrona cuando mis dedos rozan la corona de espinas de mi inalcanzable meta.
    Siempre es otra.
    O seré que yo siempre he sido otra, pero si fuese otra, ganaría.
    Soy yo, y no sé quién soy.
    Nunca lo he sabido, a decir verdad.
 
    Estoy condenada a una existencia de cornisas y exabruptos bien silenciados, polvos bien guardados bajo la alfombra de mi aparente normalidad.
    Acá no ha pasado nada, Dios te Salve María, y adelante.
    Pero no hay adelante, hay abismo.
    No hay atrás, hay abismo.
    Hay solo una franja finísima donde el equilibrismo de mi mente me sostiene a duras penas, tratando de no caer.
    Tratando de no fallar, porque si fallo, muero.
    Si fracaso no existo.
    Y quizás quiero fracasar para ya no existir, pero hasta en no existir he fracasado, porque hasta de ese trono me han podido sacar con sus redondas y químicas patadas.
    Mi existencia misma es un acto fallido, nacido de la falla de la muerte.
    Ni eso pude hacer bien.
 
    Y acá estoy.
    Recorriendo caminos diferentes que me devuelven una y otra vez a la sangrienta Roma de la insuficiencia, al Coliseo de mi estupidez porque cómo puede ser que en casi 29 años no haya aprendido que hay cosas que no llegaron porque no llegarán, o porque se fueron y no van a volver nunca.
    Buscando en el eterno rostro del espejo algo que pueda reconocer y llamar mío para poder luego ofrecérselo a alguien que querrá venderlo en una subasta al mejor postor para beneficio suyo, claro está.
    Porque yo de eso nunca he sacado rédito alguno.
    Me poseen como mercancía y me dejan, me tienen en una prisión de cristal para mirarme sólo cuando quieren, y nunca cuando pido que me miren.
    Me desean porque no me conocen, porque no saben que debajo de la apariencia de sirena yace Medusa transmutando todo lo que ve en piedra.
    Quizás por eso no quieren mirarme.
    O quizás porque no soy digna de sus ojos.
    El resultado, de cualquier forma, es el mismo: mi humanidad perdida, negada, mi valor reducido a cenizas, mi alma, si tal cosa existe, al borde de la desaparición.
    Ahhh, fallar, una vez más.
    Pero como fallar no se me permite, una y otra vez lo intento.
    Y una y otra vez pierdo: la batalla, el tiempo, la esperanza, el aliento.
 
    Y escucho, en la pérdida, las voces socarronas de los exitosos que afirman que alcanzar la corona de espinas es fácil.
    Que llegará a su debido tiempo.
    Y yo no sé si puedo esperar al debido tiempo.
    No sé qué de mí quedará cuando llegue el debido tiempo.
 
    Soy el Minotauro de Borges que ya no quiere defenderse.
    ¿Quién querría, en mi lugar?
    ¿Quién podría seguir intentando inútiles estrategias militares para perder todo el tiempo el dominio de lo que debería ser suyo por derecho?
    ¿Y quién en su sano juicio elegiría a un monstruo que en su violencia solamente busca la redención?
    ¿Quién querría acompañar al Minotauro en el laberinto, si afuera está Ariadna tendiéndole la mano?

6.5.23

Sísifo en el cadalso

 
    Ahh, el frío.
    El frío interno recorriendo cada arteria, cada vena, hasta el último capilar.
    Parálisis gélida de cada uno de mis músculos preguntándose si será la última vez, a sabiendas de que soy Sísifo en su tortura interminable.
    Volvió el frío.
    O tal vez nunca se fue.
    Porque en esta cornisa soplan vientos helados directos desde los glaciares patagónicos, que atraviesan mi garganta con sus esquirlas de hielo.
    Y en el viento se repiten los acordes de la vieja canción del abandono, el reemplazo, la insuficiencia, y la fiel obediencia.
 
    Vivir en la cornisa implica que se vayan arrojando al vacío partes de vos que nunca vas a ver volver.
    Y el frío envolviéndote cada vez más fuerte, cada vez más adentro.
    Cada vez más frío un corazón cada vez más roto, y a la vez inexorablemente cada vez más insensible.
    No hay lágrimas que expresen el cansancio de vivir, no hay éxito que compense lo que nunca pude alcanzar.
    La cima de la victoria parece llegar y luego se esfuma dejándome nuevamente en la cornisa, a punto de caer.
    Quiero caer.
    Estoy harta de hacer equilibrio.
    Me duelen los dedos de agarrarme a lo poco que me queda, y ya no tengo fuerza en medio del frío que me consume y entumece.
    ¿Cuánto puede aguantar un ser humano? ¿Cuántas horas de dolor, cuántos gramos de desidia, cuántos kilómetros de desamor?
 
    Podría haberme salvado.
    Podrían haberme salvado, y uno tras otro eligieron no hacerlo.
    Eligieron a otra, y yo tengo frío y elijo rendirme.
    Cada quien elige lo que puede, y yo ya no puedo.
    No quiero ni puedo seguir librando esta batalla perdida y demencial contra un destino escrito en piedra y rociado en sangre.
    Basta, ya basta, por piedad ya basta.
    Ya son años huyendo del frío hasta quedar sin aliento.
    Quizás debería dejarme ganar, arrojarme a las gélidas aguas que siempre han esperado consumirme, soltar la cornisa.
    Pero así como no me salvan, tampoco me dejan soltarme.
    Vivo en un limbo impuesto por otros: mi cornisa al final no es mía, es un juicio externo, armado sobre las ruinas de mis posibilidades de triunfar.
    Construyeron para mí un cadalso eterno, me subieron, y me dejaron acá sin verdugo que me ejecute.
    Por favor basta, tengo frío, estoy agotada, y ya no siento nada más que la impaciencia de esperar el final.
    Nótese que ya no pido ni siquiera un acto de amor, ni un gesto de cariño, ni saberme finalmente suficiente y elegida.
    Pido que se termine con mi miseria y tortura.
    Pido algo más que justo, porque bastante se han divertido ya con mi desgracia.
 
    Me han empujado a la locura, para luego condenarme por ella, y encerrarme con sus cadenas redondas tomadas a intervalos regulares.
    Me han prometido amor con palabras bonitas para luego dárselo a otras personas en mis torcidas narices, dejándome con tanto amor sin destinatario pudriéndose acá adentro.
    Me han presionado para cumplir con sus propias varas de la suficiencia, solo para correrlas de mi alcance cuando puedo rozarlas.
    Me han forzado a tratar de ser siempre la mejor, la más inteligente, la más hermosa, la más flaca, la más talentosa, para luego verme reemplazada y empujada a un lado por alguien que no puede ni llegar a mis talones.
    Una vez, dos veces, todas las veces.
    Me han dicho que no soy suficiente, y a la vez que soy demasiado, como si hubiese una justa medida del ser que no estuviese alcanzando o comprendiendo.
    ¿Qué es “ser en la medida justa”? ¿Qué demente inventó este juego de la cordura y la suficiencia?
    No entiendo las reglas, para mí no es divertido: es un juego de la Oca siniestro que conmigo siempre vuelve a comenzar aunque los demás jugadores egresen victoriosos.
    Ya no quiero jugar, porque con cada partida se me hacen nuevas grietas por donde entra el viento frío.
    Y sin embargo sigo acá, cada vez más muerta, pero sin dudas aún viva.
 
    ¿Cuánto tiempo más hasta el descanso? ¿Cuándo llega el alivio y se termina la tortura?
    Si solamente será con el verdugo, pongo mi cuello en la guillotina: ya no hay nada en este mundo para mí.