Su aliento gélido me repta por el cuello
erizándome la piel.
Me recorre la silueta con sus dedos
fantasmales y yo me achico, me dejo, no me defiendo, ni siquiera lo intento.
Cuando me abraza me rindo, me dejo envolver, porque tratar de escapar de su apretón
frío es absolutamente inútil. Una vez más soy la presa perfecta de la depredadora
invisible.
Parece poético, una estética salida de una
postal invernal patagónica.
Sólo que no hay una mierda de poético en
ella.
La cruda verdad de mi congelada amiga, su
cara cotidiana, es otra.
Es tirarte en la cama horas y horas,
mirando un punto fijo, cuestionando hasta tu nombre porque hasta algo tan insignificante
como una nomenclatura te parece fuera de lugar.
Es comer como si no hubiera mañana o no
comer ni una caloría y todo bajo las mismas razones.
Es concentrarte en trabajar como posesa
para ver si ganando plata distraés tu mente de desbarrancarse colina abajo,
abismo abajo, infierno abajo.
Es temer la recaída y a la vez mirarla con
cariño porque eso que fuiste es también eso que sos.
Es acariciar despacio la mancha, ponerla a
la luz, recorrerla con los dedos. Un círculo imperfecto, dos círculos
imperfectos, ¿cuántas impresiones de metal caliente necesitaron?
Es mirar en el espejo eso que ayer te
pareció medianamente bello y detestarlo, despreciarlo, querer despedazarlo para
formar otra cosa.
O para formar nada en absoluto, sólo por
el placer masoquista de destruir lo existente, el caos por el caos mismo porque
al menos el caos tiene algo de sonido, de cacofonía, incluso de melodía
disonante, y vos ya no te fumás el silencio.
Es aislarse de la gente que te importa
porque ella te repite en el oído con su eterna letanía que, en realidad, a esa gente
que te importa no le importás vos. Y a la vez es creer que alguien puede salvarte,
pero nadie está ahí.
Cuando estás con ella, en realidad estás
sola.
Es ella la que me hizo creer que siempre
estuve sola.
¿Será verdad, igual? ¿Qué bosta es estar
sola?
Ahí tenés otro de sus efectos, ser suscriptora
de una filosofía pesimista, ultra cuestionadora, nihilista, que nos vamos a morir
todos y qué va, para qué.
Que qué es esto, qué será aquello, qué
decimos cuando decimos “am...”, que por qué elegiste ese significante y no
otro, que qué querrá decir cuando habla de esto, que si el tratamiento de hielo
es por A o por B, que cómo saber qué le pasa al resto, que si podemos entendernos
o simplemente siempre estamos pecando de comunicaciones defectuosas, que si
finalmente serás suficiente.
Como si esa pregunta fuese a tener una
respuesta positiva alguna vez.
Ella me insiste que el problema es que soy
yo y no otra.
U otro.
U otre.
Ella sabe y yo sé que el problema es esta
envoltura carnal que tengo.
¿Lo sé?
¿Realmente lo sé?
Quizás el problema es que estoy constantemente
desafiando los límites de lo permitido, de lo indoloro, caminando por la
cornisa de mis propias fronteras a ver qué pasa si las cruzo. Que estoy siempre
jugando con fuego a ver si la puedo contrarrestar a ella.
Al final el hielo y el fuego se parecen:
ambos queman.
Ambos dejan marcas en la piel.
Su voz sibilante me envuelve en un aire
glacial, aunque sé que afuera hace más de treinta grados, aunque haya sol, aunque
sea casi verano.
Una noche perenne, un cambio de estaciones que claramente es polar: tenés seis meses de verano, pero después, mi amor, bancate los seis
meses de invierno.
Ella es la condensación de la nieve en
todos lados, a todas horas. Ella es invierno en pleno noviembre en Argentina, y
es la soledad en medio de la ciudad más superpoblada del país, también.
Es el frío, el hambre, el vacío.
La caída, el abandono, la renuncia.
Mi íntima amiga de cristales de hielo.
La depresión y yo.