19.11.19

Pantomima invernal, Patagonia porteña


Su aliento gélido me repta por el cuello erizándome la piel.
Me recorre la silueta con sus dedos fantasmales y yo me achico, me dejo, no me defiendo, ni siquiera lo intento. Cuando me abraza me rindo, me dejo envolver, porque tratar de escapar de su apretón frío es absolutamente inútil. Una vez más soy la presa perfecta de la depredadora invisible.
Parece poético, una estética salida de una postal invernal patagónica.
Sólo que no hay una mierda de poético en ella.

La cruda verdad de mi congelada amiga, su cara cotidiana, es otra.
Es tirarte en la cama horas y horas, mirando un punto fijo, cuestionando hasta tu nombre porque hasta algo tan insignificante como una nomenclatura te parece fuera de lugar.
Es comer como si no hubiera mañana o no comer ni una caloría y todo bajo las mismas razones.
Es concentrarte en trabajar como posesa para ver si ganando plata distraés tu mente de desbarrancarse colina abajo, abismo abajo, infierno abajo.
Es temer la recaída y a la vez mirarla con cariño porque eso que fuiste es también eso que sos.
Es acariciar despacio la mancha, ponerla a la luz, recorrerla con los dedos. Un círculo imperfecto, dos círculos imperfectos, ¿cuántas impresiones de metal caliente necesitaron?
Es mirar en el espejo eso que ayer te pareció medianamente bello y detestarlo, despreciarlo, querer despedazarlo para formar otra cosa.
O para formar nada en absoluto, sólo por el placer masoquista de destruir lo existente, el caos por el caos mismo porque al menos el caos tiene algo de sonido, de cacofonía, incluso de melodía disonante, y vos ya no te fumás el silencio.
Es aislarse de la gente que te importa porque ella te repite en el oído con su eterna letanía que, en realidad, a esa gente que te importa no le importás vos. Y a la vez es creer que alguien puede salvarte, pero nadie está ahí.
Cuando estás con ella, en realidad estás sola.
Es ella la que me hizo creer que siempre estuve sola.

¿Será verdad, igual? ¿Qué bosta es estar sola?
Ahí tenés otro de sus efectos, ser suscriptora de una filosofía pesimista, ultra cuestionadora, nihilista, que nos vamos a morir todos y qué va, para qué.
Que qué es esto, qué será aquello, qué decimos cuando decimos “am...”, que por qué elegiste ese significante y no otro, que qué querrá decir cuando habla de esto, que si el tratamiento de hielo es por A o por B, que cómo saber qué le pasa al resto, que si podemos entendernos o simplemente siempre estamos pecando de comunicaciones defectuosas, que si finalmente serás suficiente.
Como si esa pregunta fuese a tener una respuesta positiva alguna vez.

Ella me insiste que el problema es que soy yo y no otra.
U otro.
U otre.
Ella sabe y yo sé que el problema es esta envoltura carnal que tengo.
¿Lo sé?
¿Realmente lo sé?
Quizás el problema es que estoy constantemente desafiando los límites de lo permitido, de lo indoloro, caminando por la cornisa de mis propias fronteras a ver qué pasa si las cruzo. Que estoy siempre jugando con fuego a ver si la puedo contrarrestar a ella.
Al final el hielo y el fuego se parecen: ambos queman.
Ambos dejan marcas en la piel.

Su voz sibilante me envuelve en un aire glacial, aunque sé que afuera hace más de treinta grados, aunque haya sol, aunque sea casi verano.
Una noche perenne, un cambio de estaciones que claramente es polar: tenés seis meses de verano, pero después, mi amor, bancate los seis meses de invierno.
Ella es la condensación de la nieve en todos lados, a todas horas. Ella es invierno en pleno noviembre en Argentina, y es la soledad en medio de la ciudad más superpoblada del país, también.
Es el frío, el hambre, el vacío.
La caída, el abandono, la renuncia.
Mi íntima amiga de cristales de hielo.
La depresión y yo.

3.11.19

Collar de perlas


La palabra perla, de etimología discutida, refiere a las formaciones nacaradas brillantes y casi siempre esféricas que se forman en el interior de las ostras y madreperlas. Valoradas en joyería, se forman cuando un cuerpo extraño se introduce en el molusco y éste, para defenderse, reacciona y cubre la partícula con capas de minerales.
Con las perlas se hacen anillos, aros, prendedores, hebillas para el pelo, pulseras, tobilleras. Pero el accesorio más famoso es el collar de perlas, en su momento reservados a los miembros de la realeza porque las perlas eran auténticas, mientras que hoy se encuentran devaluadas por ser, en su mayoría, perlas cultivadas artificialmente, o incluso perlas falsas.
A decir verdad, nunca me gustaron las perlas.

Siento su respiración agitada calmarse a mis espaldas mientras me aprieta suavemente y me agarra la mano. Un ritual que se vuelve habitué, una necesidad que se vuelve acuciante y un deseo como pocas veces tuve, deseo incluso separado de la presencia física, deseo que me asalta en un colectivo o haciendo un parcial o trabajando o cocinando o estudiando o haciendo cualquier otra cosa. Un deseo que no es adónico ni borreguil: un deseo de escala cromática.
Intento calmar la mía también pero se me vuelve imposible. Calmar la respiración, bajar el ritmo cardíaco, inhalo, exhalo, cierro los ojos, todo está bien, así como está todo está bien, no necesito nada, no debo cagarla, no debo dec…
Boom.
Se me abren los ojos en una circunferencia perfecta, tanto que me duelen los músculos de la cara.
Ya sé lo que estás pensando, Malena.
Mordete esa lengua, Malena.
Mejor no hablar de ciertas cosas.

Y al principio sí, funcionó morderme la lengua, apretar los dientes, cerrar la garganta al sonido. Hacer fuerza inversa con la tráquea, en vez de la fuerza para hablar, la fuerza para mantener el silencio en su lugar.
Arruinar el silencio no era algo negociable. Después de todo, ese silencio tiene la textura de una conquista tardía, un capricho cumplido cuando ya no lo buscabas. Pero bueno, victoria al fin.
Entonces morderme los labios, la lengua, cerrar la glotis, vaciar los pulmones de aire para que no salga ni el más mínimo sonido.
Mejor no hablar de ciertas cosas.

¿Qué cosas?
Preguntas, hipótesis, conjeturas.
Partes de una cadena significante que se me alojó adentro como un objeto extraño que molesta, que punza, contra el que hay que defenderse.
Como una ostra, armo perlas con lo que me duele, con lo que me incomoda, con lo que no reconozco como propio. Lo extraño, lo extranjero.
Es que ciertas cuestiones se me antojan extranjeras ahora: un abrazo apretado, una ristra de besos en la espalda, un ¿estás bien?, un ¿sigo así?
Cuestiones extranjeras, extrañas, alienadas: lo que antes era mío, ahora ya no lo es.

Con cada pregunta y cada conjetura que no puedo decir hago una perla.
Hago perlas para defenderme de las preguntas que no puedo responder y de las conjeturas que no puedo comprobar, bolitas de nácar brillante para frenar los fonemas prohibidos por mí misma.
Perlas autoinmunes contra mi propia cadena significante.

Me envuelve con los brazos, me da un beso suave y me apoya la cabeza en el hombro.
Aprieto su mano pero en realidad no es eso lo que estoy haciendo.
Estoy agarrando una aguja gruesa con un carrete de hilo negro sedoso.
Sostengo la aguja con los dedos que me tiemblan porque lo que tengo que hacer no es fácil y me asusta.
Corto el hilo y lo enhebro. Ato el nudito al final como me enseñaron cuando era chica y quería coser como la abuela, como la tía Patri.
Aprieto su mano pero en realidad agarro la primera perla y paso la aguja por su interior. Con cuidado, apunto al principio del paladar, justo detrás de los dientes, y pincho fuerte.
Busco el sabor a hierro y óxido de la sangre pero no lo siento. Pego el tirón y ajusto la primera perla al paladar.
Sigo cosiendo.
Una perla, luego otra, después otra. Un collar de preguntas y conjeturas silenciadas, un collar de perlas brillantes que voy armando.
Cuando me surge una pregunta, ssssssss, atravieso la carne con la aguja, ssssssss, pego el tirón y ajusto la perla al velo del paladar.
Con cada duda se agrega otra cuenta al collar, y cada vez que quiero hablar, sssssssss, la aguja, sssssssss, el tirón.

Puedo repasar con la lengua la hilera de perlas cosidas a mi paladar a intervalos perfectos. Como su columna vertebral que recorro suavemente con los dedos. Una vértebra, dos vértebras. Una perla, dos perlas.
Cien perlas, mil perlas, la boca llena de perlas, la tráquea taponada con perlas, las cuerdas vocales imposibilitadas por perlas. No uno, diez, veinte collares de perlas cosidos por dentro, para impedirles salir pero también para que no se note que están ahí, que un cuerpo extraño generó cien perlas, mil perlas que tuve que coser en diez, veinte collares dentro de mí.

La perla más grande la tengo atenazada, atravesada en el medio de la garganta. Tapa el aire, tapa la voz, tapa el habla. Bloquea el camino donde deberían salir las palabras que se transforman en perlas que se transforman en collar.
Ésta es la única perla que no es una pregunta ni una hipótesis, que es una afirmación, y por eso es más grande, por eso me tapa la garganta, por eso me desespero enhebrando la aguja y cosiéndola a la piel, pasándola sssssssssss por la carne, pegando el tirón sssssssss para ajustarla, como puedo, de donde puedo, con muchas vueltas de hilo negro en muchas pasadas de aguja.
Porque si se suelta esa perla se sueltan todas, ruedan por el piso, dejan de ser perlas, vuelven a ser preguntas punzantes y frases rotundas que no debería decir, que no me atrevería a pronunciar, que cortarían el preciado silencio en pedacitos.

¿Saben qué? Es gracioso. La séptima acepción de perla en DRAE es “frase llamativa por lo desafortunada”.