La palabra perla, de etimología
discutida, refiere a las formaciones nacaradas brillantes y casi siempre
esféricas que se forman en el interior de las ostras y madreperlas. Valoradas
en joyería, se forman cuando un cuerpo extraño se introduce en el molusco y éste,
para defenderse, reacciona y cubre la partícula con capas de minerales.
Con las perlas se hacen anillos, aros,
prendedores, hebillas para el pelo, pulseras, tobilleras. Pero el accesorio más
famoso es el collar de perlas, en su momento reservados a los miembros de la
realeza porque las perlas eran auténticas, mientras que hoy se encuentran
devaluadas por ser, en su mayoría, perlas cultivadas artificialmente, o incluso
perlas falsas.
A decir verdad, nunca me gustaron las
perlas.
Siento su respiración agitada calmarse a
mis espaldas mientras me aprieta suavemente y me agarra la mano. Un ritual que
se vuelve habitué, una necesidad que se vuelve acuciante y un deseo como pocas
veces tuve, deseo incluso separado de la presencia física, deseo que me asalta en
un colectivo o haciendo un parcial o trabajando o cocinando o estudiando o
haciendo cualquier otra cosa. Un deseo que no es adónico ni borreguil: un deseo
de escala cromática.
Intento calmar la mía también pero se me
vuelve imposible. Calmar la respiración, bajar el ritmo cardíaco, inhalo,
exhalo, cierro los ojos, todo está bien, así como está todo está bien, no necesito
nada, no debo cagarla, no debo dec…
Boom.
Se me abren los ojos en una circunferencia
perfecta, tanto que me duelen los músculos de la cara.
Ya sé lo que estás pensando, Malena.
Mordete esa lengua, Malena.
Mejor no hablar de ciertas cosas.
Y al principio sí, funcionó morderme la
lengua, apretar los dientes, cerrar la garganta al sonido. Hacer fuerza inversa
con la tráquea, en vez de la fuerza para hablar, la fuerza para mantener el silencio
en su lugar.
Arruinar el silencio no era algo negociable.
Después de todo, ese silencio tiene la textura de una conquista tardía, un capricho
cumplido cuando ya no lo buscabas. Pero bueno, victoria al fin.
Entonces morderme los labios, la lengua,
cerrar la glotis, vaciar los pulmones de aire para que no salga ni el más
mínimo sonido.
Mejor no hablar de ciertas cosas.
¿Qué cosas?
Preguntas, hipótesis, conjeturas.
Partes de una cadena significante que se
me alojó adentro como un objeto extraño que molesta, que punza, contra el que
hay que defenderse.
Como una ostra, armo perlas con lo que me
duele, con lo que me incomoda, con lo que no reconozco como propio. Lo extraño,
lo extranjero.
Es que ciertas cuestiones se me antojan
extranjeras ahora: un abrazo apretado, una ristra de besos en la espalda, un
¿estás bien?, un ¿sigo así?
Cuestiones extranjeras, extrañas,
alienadas: lo que antes era mío, ahora ya no lo es.
Con cada pregunta y cada conjetura que no
puedo decir hago una perla.
Hago perlas para defenderme de las preguntas
que no puedo responder y de las conjeturas que no puedo comprobar, bolitas de nácar
brillante para frenar los fonemas prohibidos por mí misma.
Perlas autoinmunes contra mi propia cadena
significante.
Me envuelve con los brazos, me da un beso
suave y me apoya la cabeza en el hombro.
Aprieto su mano pero en realidad no es eso
lo que estoy haciendo.
Estoy agarrando una aguja gruesa con un
carrete de hilo negro sedoso.
Sostengo la aguja con los dedos que me tiemblan
porque lo que tengo que hacer no es fácil y me asusta.
Corto el hilo y lo enhebro. Ato el nudito
al final como me enseñaron cuando era chica y quería coser como la abuela, como
la tía Patri.
Aprieto su mano pero en realidad agarro la
primera perla y paso la aguja por su interior. Con cuidado, apunto al principio
del paladar, justo detrás de los dientes, y pincho fuerte.
Busco el sabor a hierro y óxido de la sangre pero no
lo siento. Pego el tirón y ajusto la primera perla al paladar.
Sigo cosiendo.
Una perla, luego otra, después otra. Un
collar de preguntas y conjeturas silenciadas, un collar de perlas brillantes
que voy armando.
Cuando me surge una pregunta, ssssssss,
atravieso la carne con la aguja, ssssssss, pego el tirón y ajusto la
perla al velo del paladar.
Con cada duda se agrega otra cuenta al collar,
y cada vez que quiero hablar, sssssssss, la aguja, sssssssss, el
tirón.
Puedo repasar con la lengua la hilera de
perlas cosidas a mi paladar a intervalos perfectos. Como su columna vertebral
que recorro suavemente con los dedos. Una vértebra, dos vértebras. Una perla,
dos perlas.
Cien perlas, mil perlas, la boca llena de
perlas, la tráquea taponada con perlas, las cuerdas vocales imposibilitadas por
perlas. No uno, diez, veinte collares de perlas cosidos por dentro, para impedirles
salir pero también para que no se note que están ahí, que un cuerpo extraño generó
cien perlas, mil perlas que tuve que coser en diez, veinte collares dentro de
mí.
La perla más grande la tengo atenazada, atravesada
en el medio de la garganta. Tapa el aire, tapa la voz, tapa el habla. Bloquea el camino donde deberían salir las palabras que se transforman en perlas que se
transforman en collar.
Ésta es la única perla que no es una pregunta
ni una hipótesis, que es una afirmación, y por eso es más grande, por eso me
tapa la garganta, por eso me desespero enhebrando la aguja y cosiéndola a la
piel, pasándola sssssssssss por la carne, pegando el tirón sssssssss
para ajustarla, como puedo, de donde puedo, con muchas vueltas de hilo negro en
muchas pasadas de aguja.
Porque si se suelta esa perla se sueltan
todas, ruedan por el piso, dejan de ser perlas, vuelven a ser preguntas punzantes
y frases rotundas que no debería decir, que no me atrevería a pronunciar, que
cortarían el preciado silencio en pedacitos.
¿Saben qué? Es gracioso. La séptima acepción
de perla en DRAE es “frase llamativa por lo desafortunada”.
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