17.3.24

Lo que sé, lo que sentí, y lo que pagué

        El viento en la cara me devuelve un fresquito distinto.
        Bailo más ligera, como si los talones no tocasen el piso.
        Se acerca el otoño, pero se vive una primavera anticipada, con una invasión de mariposas en toda la Capital.

        Un poco me desconozco.
        Y no en el limítrofe sentido de siempre, en que la manera en que las cosas me representan se marchita antes de que pueda coserlas a mi ser.
        Me desconozco en la madurez, en la tranquilidad, en la vulnerabilidad. Desconozco el arrojo que me llevó a abrir la boca y vomitar lo imposible, porque honestamente, nunca lo había hecho.
        Siempre habían decidido por mí: todos lo hicieron. Nunca quebré el silencio de esta forma, no hubo otro momento así.
        El miedo corría por mis venas como un veneno frío, acuchillándome con sus cristalinas agujas. Y aún así, lo dije.
        Desordenado, desorejado, poco poético, impensado. Pero lo dije.
        En el teatro musical, cantamos y bailamos porque las palabras no nos alcanzan. Pero acá ningún gesto podía reemplazar a la confesión de parte. Ninguna de mis caricias era suficiente para que se entendiera el mensaje, y me vi obligada a construir la cadena significante a la que más miedo le tuve.
        Porque cuando la última vez que la construiste, le viste la cara a la muerte, y encima ella también te abandonó, no querés volver a construirla…o sentirla.

        “Pero lo que yo sé y lo que yo siento son dos cosas distintas”.
        Yo sé que no hay futuro en este país desguazado.
        Yo sé que no hay nada más importante que lo que te están negando acá.
        Yo sé que caí a tu vida, más un gremlin que un hada perdida, en el peor momento posible.
        Yo sé que hay desigualdad de condiciones y que voy a perder, por lejos.
        Yo sé que no estás, y no estarás.
        Yo sé que no puedo pedir nada. De hecho, no pido mucho.
        Pido que no desaparezcas en la nube de humo de lo imposible, como la sonrisa del gato de Cheshire, dejándome perdida en el País de las Maravillas.
        Solo te pido que estés, y las condiciones poco me importan ya.
Si el filo de la ausencia me apunta una vez más mientras intento mantener el equilibrio en la cornisa en la que vivo, no es momento de ponerme quisquillosa, exigente, o pedigüeña. Soy adulta: puedo vivir con lo que hay, y si estás en mi vida, dejame a mí el trabajo de lidiar con mis contradicciones.
He hecho equilibrio toda mi vida. Puedo arreglármelas con eso, que es lo que mejor me sale, así que no te preocupes por mí.
        No quiero etiquetas vetustas, ni encajar en moldes de cristal. No me sirve si te llevan lejos, para eso ya está la vida. Para eso el futuro incierto con su tictac de reloj insoportable recordándome que tenemos los minutos contados.
        Quiero tus ojos redondos abriéndose grande cuando contás algo que te interesa. Quiero tu risa silenciosa cuando digo algo particularmente gracioso. Quiero tu tacto hipnótico, adictivo, a cualquier hora del día. Quiero esa sonrisa inmensa, incomparable, quiero tu voz suave, quiero la seguridad de poder decir cualquier cosa y que me abraces sin salir corriendo.
            No quiero etiquetas estúpidas, quiero que estés acá.
            Yo sé que no tiene sentido, pero a la vez siento que sí.

No voy a decir que no tengo miedo. No soy tan soberbia.
Lo desconocido trae ansiedad, incertidumbre, latidos que se disparan, pensamientos intrusivos, recuerdos teñidos de rojo del peor abandono que sufrí.
Pero esta vez no fueron ruegos desesperados a un borrego frío y cansado de mis desplantes obsesivos. No me puse de rodillas en el piso frente a un dios con pies de barro suplicándole una clemencia que jamás me mostraría, mientras hundía su cuchillo en el fondo de mis entrañas.
Esta vez fue una escucha cálida, un abrazo contenedor, una respuesta honesta. Del otro lado no estaba el verdugo que esperaba: estabas vos, arrastrando las eses de la manera más tierna posible.
Y ahí sí pensé: “que me mate si quiere, que me abra la yugular de un mordisco y me desangre, que en este momento me podría morir feliz”.
Caminando por Corrientes, viento en la cara, talones ligeros, mariposas en el aire, me pregunté cuánto estaba dispuesta a dar.
Y en mi cabeza sonó una melodía clarísima, a modo de musical respuesta, con mi propia voz a la vez cálida y quebrada, llanto hecho canción: “y te veré volar, volar / yo te protegeré, mi vida / volá, volá, escapá / no nos pudimos despedir, adiós / no hay nada que explicar, mi vida / quizás es porque sé que algún día volarás a mí”.
Quiero que vueles, no porque quiera que te vayas (todo lo contrario), pero porque no hay muestra más pura de cariño desinteresado que darme cuenta que tenés que irte para encontrar tu lugar, y abrirme a un lado para dejarte paso.
Y si te vas (te me vas) al más recóndito lugar de Europa a cumplir ese sueño, o a alguna universidad fría en Canadá, a caminar la ruta que te corresponde, sé que vas a volar a mí, aunque sea en un mensaje, una canción, un recuerdo. No serás todo, serás algo.
        Seremos algo a la distancia. No me importa qué: algo.
Frente a la nada, te juro que “algo” suena como una bocanada de aire después de nadar desesperadamente a la superficie.
Tanto tiempo hubo nada, y ahora acá estás…

Ya no quiero perder, quiero ganar. Ganar algo, aunque sea.
Una victoria parcial sería mejor que nada. Ya lo es.
Estoy cansada de perder, me duelen los huesos de llorar pérdidas inevitables, algunas muertes, muchos abandonos desperdigados en mi historial.
Mi corazón es un archivero gigante de lo que perdí, lo que no llegué a tener, lo que se escapó de mis dedos, agua turbia de amores en sepia. Hay en sus rincones polvo de los pedacitos que nunca podría volver a pegarle, sombras de las partes de mí que se murieron cuando nadie las quiso escuchar.
Hoy me escuchaste, y yo te lo dije, te lo dije clarísimo: no quiero perderte.
Y para no perder, estoy dispuesta a pagar precios que nunca antes pensé ofrecer. Puedo compartir tu tiempo, puedo quedarme sabiendo que es temporal, puedo concederte muchas cosas, puedo darte el mismo cuchillo que esgrimió el borrego para matar mi parte más inocente y amorosa, arriesgándome a dártelo con la profunda y quizás muy infantil esperanza de que no lo uses contra mí.
Porque para ganar, hay que arriesgar.
        Para ganar, hay que hacer sacrificios,
        Y hoy puedo vislumbrar, aunque al archivero de mi corazón pulverizado le duela un poco, que sacrificar un ideal nebuloso, bajándolo con una flecha certera del pedestal en el que estaba, para ganar tu calor, tus ojos redondos, tu sonrisa incomparable y tu tacto nocturno, parcial pero real, compartido pero a la vez mío, es un precio más que justo que puedo pagar sin desarmarme.