9.2.15

La (no tan dulce) espera.

Mirar el reloj cada cinco minutos, chequear Twitter, Instagram, y la última conexión de Whatsapp (lo más importante). Bufar, esperar, repetir la operación hasta el infinito.
Mis últimos días fueron un constante loop de esa rutina obsesivo-compulsiva. Un remolino de rulos y mal humor casi constante, quejas, llantitos, histerias, bajones, gritos, gruñidos, portazos. Ni yo me aguanto viviendo en este síndrome premenstrual perenne.
Nunca tuve paciencia. Esperar un colectivo que se pasó del horario me saca de quicio, me molesta estar esperando indefinidamente que salga Vientos de Invierno, y si tengo hambre y el delivery tarda abro la cortina cada dos minutos. Y si así soy con cosas bastante nimias, cuando el asunto a esperar es importante me pongo muy pesada. Más si el “asunto” es una persona…y si esa persona me saca una considerable ventaja.
Porque clarísimo está que no estoy en posición de pedir nada, ni de querer negociar términos algo más suaves. O espero o a llorar a la iglesia (y durante mi estadía en España creo haber visitado la cuota de iglesias que me correspondía por los próximos 25 años, por lo que ir a llorar a la iglesia no es una opción viable). Y esperar conlleva stalkear….ahhhh, Facebook, el buchón del siglo, el culpable de que veamos cosas que no queremos ver, de que terminemos con un ataque de celos shakesperiano a las 3:30 am cuando al otro día hay que laburar. Un arma de doble filo muy peligrosa si sos una boba con problemas de autoestima y sin control de los celos desmedidos.
Lo peor es que Facebook ya forma parte de nuestras convenciones sociales, por lo que poner una foto de perfil con alguien ya es todo un mensaje muy claro (es un ejemplo nada más pero, ¿quién dijo que el ejemplo era inocente?). Un mensaje que cada quien decodifica como puede; en mi caso, el resultado de esa decodificación es bastante desagradable y también está en un loop interminable.
Ya dije que odiaba esperar. Ahora agrego que odio competir si llevo las de perder. No es que tenga asegurado que las lleve ahora, pero la Señorita Zanahoria (ah sí, me permití apodarla así por el bienestar de mi aparato psíquico) es todo un misterio con anteojos de hipster y privacidad híper restrictiva en Facebook...por lo que no sé dónde estoy parada. Y si no sé dónde estoy parada ni a qué me enfrento, prefiero evitar la competencia.
El problema es que, quizás, ya haya empezado y yo no me di cuenta.
¿Qué recursos tengo? Pocos. Sacar paciencia de algún lado aunque ya creo que agoté todas mis reservas, tratar de mirarme al espejo y ver que soy linda (a veces lo creo ehh, por inverosímil que resulte), y pensar que quizás yo pueda tener otra clase de ventaja: el profundo conocimiento de causa. 
Lo demás será cuestión de oponer pelos secos teñidos de color zanahoria con rulos castaños, cara de torta contra cara angulosa, la nueva contra la vieja, la desconocida contra la muy conocida. Y esperar que este metro cincuenta y seis de energía, de intento de bailarina y periodista tenga una mínima chance de ganar. Esperar, esperar, esperar.

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