Mirar el reloj cada cinco minutos, chequear
Twitter, Instagram, y la última conexión de Whatsapp (lo más importante).
Bufar, esperar, repetir la operación hasta el infinito.
Mis últimos días fueron un constante
loop de esa rutina obsesivo-compulsiva. Un remolino de rulos y mal humor casi
constante, quejas, llantitos, histerias, bajones, gritos, gruñidos, portazos.
Ni yo me aguanto viviendo en este síndrome premenstrual perenne.
Nunca tuve paciencia. Esperar un
colectivo que se pasó del horario me saca de quicio, me molesta estar esperando
indefinidamente que salga Vientos de
Invierno, y si tengo hambre y el delivery tarda abro la cortina cada dos
minutos. Y si así soy con cosas bastante nimias, cuando el asunto a esperar es
importante me pongo muy pesada. Más si el “asunto” es una persona…y si esa
persona me saca una considerable ventaja.
Porque clarísimo está que no estoy en
posición de pedir nada, ni de querer negociar términos algo más suaves. O
espero o a llorar a la iglesia (y durante mi estadía en España creo haber
visitado la cuota de iglesias que me correspondía por los próximos 25 años, por
lo que ir a llorar a la iglesia no es una opción viable). Y esperar conlleva
stalkear….ahhhh, Facebook, el buchón del siglo, el culpable de que veamos cosas
que no queremos ver, de que terminemos con un ataque de celos shakesperiano a
las 3:30 am cuando al otro día hay que laburar. Un arma de doble filo muy
peligrosa si sos una boba con problemas de autoestima y sin control de los celos
desmedidos.
Lo peor es que Facebook ya forma parte
de nuestras convenciones sociales, por lo que poner una foto de perfil con
alguien ya es todo un mensaje muy claro (es un ejemplo nada más pero, ¿quién
dijo que el ejemplo era inocente?). Un mensaje que cada quien decodifica como
puede; en mi caso, el resultado de esa decodificación es bastante desagradable
y también está en un loop interminable.
Ya dije que odiaba esperar. Ahora agrego
que odio competir si llevo las de perder. No es que tenga asegurado que las
lleve ahora, pero la Señorita Zanahoria (ah sí, me permití apodarla así por el
bienestar de mi aparato psíquico) es todo un misterio con anteojos de hipster y
privacidad híper restrictiva en Facebook...por lo que no sé dónde estoy parada.
Y si no sé dónde estoy parada ni a qué me enfrento, prefiero evitar la
competencia.
El problema es que, quizás, ya haya
empezado y yo no me di cuenta.
¿Qué recursos tengo? Pocos. Sacar
paciencia de algún lado aunque ya creo que agoté todas mis reservas, tratar de
mirarme al espejo y ver que soy linda (a veces lo creo ehh, por inverosímil que
resulte), y pensar que quizás yo pueda tener otra clase de ventaja: el profundo
conocimiento de causa.
Lo demás será cuestión de oponer pelos
secos teñidos de color zanahoria con rulos castaños, cara de torta contra cara
angulosa, la nueva contra la vieja, la desconocida contra la muy conocida. Y
esperar que este metro cincuenta y seis de energía, de intento de bailarina y
periodista tenga una mínima chance de ganar. Esperar, esperar, esperar.
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