La violencia
está, últimamente, a la orden del día en nuestra sociedad. Ni siquiera hace
falta un medio de comunicación masiva para verla: nos basta con salir a la
calle y observar un rato a la gente para percibir que el aire está cargado de
intolerancia, que nuestra sociedad es como una bomba de tiempo. Y a veces las
bombas estallan.
En estas dos
semanas apareció una nueva modalidad de violencia, que en realidad es muy, muy
vieja: los linchamientos. Un acto de barbarie que quiere ser justificado detrás
del hartazgo por la inseguridad, cuando en realidad bajo ese puente corre
bastante más agua.
La bomba estalló
con el caso de David Moreira, linchado por ochenta personas acusado de robar
una cartera, y fallecido tras cuatro días de agonía, y parece no tener fin.
Dentro de los argumentos de los linchadores había robos y abusos; en algunos
casos lincharon gente inocente. ¿Qué nos pasa? Ahora la violencia, y esta forma
particular, se han vuelto habituales, por lo que asumimos que son normales. NO.
Una cosa es que algo sea habitual, que quiere decir que suceda siempre aunque
esté mal, y otra muy diferente es que sea normal, que quiere decir que debe ser
así, que no hay alternativa, y que en algún punto está bien. Pero la violencia
ni debe suceder, ni es la única opción, ni está bien de ninguna manera.
Que quede claro:
yo no justifico ni el delito ni la inseguridad. Sin dudas robar está mal…pero
matar a golpes en proporción de ochenta a uno también. Los linchadores están
hartos y puedo entender la bronca de una persona que ha sufrido demasiado la
inseguridad, pero no puedo justificar la violencia con que responden a la
violencia, porque nos lleva a un círculo vicioso. Una cosa es detener al ladrón
y entregarlo a la policía (más allá de que ésta cumpla o no con su deber) y
otra muy diferente molerlo a golpes hasta abrirle el cráneo. Si sumamos a esto
el hecho de que algunos linchamientos fueron filmados, se agrava la situación.
La “justicia por mano propia” está mal denominada: merece llamarse venganza. Y
no va a llevarnos a ninguna parte más que al desastre.
La venganza
convierte a la víctima en victimario, le hace cargar con la culpa de su acción
negativa, y la pone al mismo nivel que su agresor. Parece haber un doble
estándar altamente polémico: está mal que me arrebaten la vida para robarme
(que está mal, claramente, porque matar siempre está mal) pero que yo arrebate
la vida porque me robaron está bien (que no lo está, porque estoy continuando y
agravando la espiral de violencia).
Todas las vidas valen lo mismo, aunque no se respete la vida ni de
víctimas ni de victimarios. Lo que debería suceder es un correcto proceso
judicial y una condena, pero eso suena como una utopía irrealizable en una
nación cuyo sistema judicial es una burla cruel.
Un fenómeno de
este tenor tiene infinitas causas y es imposible hacer un acabado análisis de
todas. Sin embargo creo pertinente nombrar algunas, y explicar por qué creo que
se encuentran en la raíz del problema.
La inseguridad
sin dudas es una causa de esto: nuestra sociedad ha dejado de sentirse
protegida ante el delito que vive todos los días como algo casi cotidiano. La
inseguridad está siempre de la mano, en nuestro país, del mal funcionamiento
del sistema judicial, y de la incapacidad policial (que aunque hagan bien su
tarea no pueden evitar que la justicia los deje libres). Sin embargo, la
inseguridad es más que eso, y hay otras causas que subyacen debajo de ella que
nos ayudan a comprender esta espiral de violencia creciente.
Fundamentalmente
aparece la pobreza estructural, la que nunca se va, el fantasma que aqueja
siempre a la sociedad. Esta pobreza y las desigualdades sociales que generan
que muchos chicos nazcan en familias humildes, que no tengan para comer, que no
puedan educarse, y que se vean obligados a tomar caminos desfavorables para
ellos y para todos. Una vez más, no justifico el delito, para nada; simplemente
hago notar que, para parafrasear a Científicos del Palo, “cuando uno nace entre
las chapas, la vida viene medio oxidada”.
Y el Estado,
¿qué papel cumple? Sin dudas uno fundamental: el de no estar o no poder
resolver. Un Estado ausente que falla en su función de garantizar un cierto
bienestar social basado en la igualdad,
y que luego no puede controlar las consecuencias de la desigualdad y la
violencia que ésta genera. La inseguridad nace en parte de esa desigualdad. Sin embargo, la ausencia o la incapacidad del
Estado no nos autorizan a tomar en nuestras manos la función de la justicia.
Hace siglos, delegamos ésa y otras funciones en manos del Estado; si decidimos
hacer “justicia por mano propia”, estamos destruyendo aún más al Estado y
retrocediendo varios siglos en la historia.
Nuestra sociedad
sufre la violencia. El tejido social va perdiendo su función solidaria, de
generar lazos, y se convierte en la cuerda del verdugo, en una horca que
asfixia a los más desprotegidos. Los linchamientos muestran una realidad: la
lucha del pobre contra el pobre, o el pobre contra la clase media trabajadora,
mientras algunos pocos disfrutan de las ganancias de la división. Divide y
reinarás. Y quien reina es el sistema perverso que enriquece a pocos, y
empobrece a muchos.
Robar está mal,
y linchar también está mal, sea la persona culpable o no (porque sucede que la
mal llamada “justicia popular” aplica la Ley del Talión sin esperar pruebas
suficientes de la culpabilidad de la persona). La violencia nos asfixia, nos
envuelve, y parece no tener fin. Hemos vuelto a la Edad Media en lo tocante a
la justicia, pero conservamos las características de un sistema
económico-social perverso y desigual nacido en la Edad Moderna.
Si quieren
linchar linchen al sistema, que de linchar gente ya se encarga él.
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