13.4.14

Acá el que lincha es el capitalismo

La violencia está, últimamente, a la orden del día en nuestra sociedad. Ni siquiera hace falta un medio de comunicación masiva para verla: nos basta con salir a la calle y observar un rato a la gente para percibir que el aire está cargado de intolerancia, que nuestra sociedad es como una bomba de tiempo. Y a veces las bombas estallan.
En estas dos semanas apareció una nueva modalidad de violencia, que en realidad es muy, muy vieja: los linchamientos. Un acto de barbarie que quiere ser justificado detrás del hartazgo por la inseguridad, cuando en realidad bajo ese puente corre bastante más agua.
La bomba estalló con el caso de David Moreira, linchado por ochenta personas acusado de robar una cartera, y fallecido tras cuatro días de agonía, y parece no tener fin. Dentro de los argumentos de los linchadores había robos y abusos; en algunos casos lincharon gente inocente. ¿Qué nos pasa? Ahora la violencia, y esta forma particular, se han vuelto habituales, por lo que asumimos que son normales. NO. Una cosa es que algo sea habitual, que quiere decir que suceda siempre aunque esté mal, y otra muy diferente es que sea normal, que quiere decir que debe ser así, que no hay alternativa, y que en algún punto está bien. Pero la violencia ni debe suceder, ni es la única opción, ni está bien de ninguna manera.
Que quede claro: yo no justifico ni el delito ni la inseguridad. Sin dudas robar está mal…pero matar a golpes en proporción de ochenta a uno también. Los linchadores están hartos y puedo entender la bronca de una persona que ha sufrido demasiado la inseguridad, pero no puedo justificar la violencia con que responden a la violencia, porque nos lleva a un círculo vicioso. Una cosa es detener al ladrón y entregarlo a la policía (más allá de que ésta cumpla o no con su deber) y otra muy diferente molerlo a golpes hasta abrirle el cráneo. Si sumamos a esto el hecho de que algunos linchamientos fueron filmados, se agrava la situación. La “justicia por mano propia” está mal denominada: merece llamarse venganza. Y no va a llevarnos a ninguna parte más que al desastre.
La venganza convierte a la víctima en victimario, le hace cargar con la culpa de su acción negativa, y la pone al mismo nivel que su agresor. Parece haber un doble estándar altamente polémico: está mal que me arrebaten la vida para robarme (que está mal, claramente, porque matar siempre está mal) pero que yo arrebate la vida porque me robaron está bien (que no lo está, porque estoy continuando y agravando la espiral de violencia).  Todas las vidas valen lo mismo, aunque no se respete la vida ni de víctimas ni de victimarios. Lo que debería suceder es un correcto proceso judicial y una condena, pero eso suena como una utopía irrealizable en una nación cuyo sistema judicial es una burla cruel.
Un fenómeno de este tenor tiene infinitas causas y es imposible hacer un acabado análisis de todas. Sin embargo creo pertinente nombrar algunas, y explicar por qué creo que se encuentran en la raíz del problema.
La inseguridad sin dudas es una causa de esto: nuestra sociedad ha dejado de sentirse protegida ante el delito que vive todos los días como algo casi cotidiano. La inseguridad está siempre de la mano, en nuestro país, del mal funcionamiento del sistema judicial, y de la incapacidad policial (que aunque hagan bien su tarea no pueden evitar que la justicia los deje libres). Sin embargo, la inseguridad es más que eso, y hay otras causas que subyacen debajo de ella que nos ayudan a comprender esta espiral de violencia creciente.
Fundamentalmente aparece la pobreza estructural, la que nunca se va, el fantasma que aqueja siempre a la sociedad. Esta pobreza y las desigualdades sociales que generan que muchos chicos nazcan en familias humildes, que no tengan para comer, que no puedan educarse, y que se vean obligados a tomar caminos desfavorables para ellos y para todos. Una vez más, no justifico el delito, para nada; simplemente hago notar que, para parafrasear a Científicos del Palo, “cuando uno nace entre las chapas, la vida viene medio oxidada”.
Y el Estado, ¿qué papel cumple? Sin dudas uno fundamental: el de no estar o no poder resolver. Un Estado ausente que falla en su función de garantizar un cierto bienestar social basado en  la igualdad, y que luego no puede controlar las consecuencias de la desigualdad y la violencia que ésta genera. La inseguridad nace en parte de esa desigualdad.  Sin embargo, la ausencia o la incapacidad del Estado no nos autorizan a tomar en nuestras manos la función de la justicia. Hace siglos, delegamos ésa y otras funciones en manos del Estado; si decidimos hacer “justicia por mano propia”, estamos destruyendo aún más al Estado y retrocediendo varios siglos en la historia.
Nuestra sociedad sufre la violencia. El tejido social va perdiendo su función solidaria, de generar lazos, y se convierte en la cuerda del verdugo, en una horca que asfixia a los más desprotegidos. Los linchamientos muestran una realidad: la lucha del pobre contra el pobre, o el pobre contra la clase media trabajadora, mientras algunos pocos disfrutan de las ganancias de la división. Divide y reinarás. Y quien reina es el sistema perverso que enriquece a pocos, y empobrece a muchos.
Robar está mal, y linchar también está mal, sea la persona culpable o no (porque sucede que la mal llamada “justicia popular” aplica la Ley del Talión sin esperar pruebas suficientes de la culpabilidad de la persona). La violencia nos asfixia, nos envuelve, y parece no tener fin. Hemos vuelto a la Edad Media en lo tocante a la justicia, pero conservamos las características de un sistema económico-social perverso y desigual nacido en la Edad Moderna.
Si quieren linchar linchen al sistema, que de linchar gente ya se encarga él.


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