20.8.15

Humanos salvajes: el goce infinito de perder el control

Encontré este texto dando vueltas por ahí, que había escrito para Taller de Expresión I en la facu y jamás publiqué. Como me gusta bastante, lo posteo ahora, porque creo que puedo relacionarme con él en mi situación. Téngase en cuenta que data de cuando Relatos Salvajes estaba en apogeo pleno.


Temper temper, time to explode
Feels good when I lose control
“Temper temper”, Bullet for My Valentine.

Aullar a grito pelado “¡HIJO DE PUTA!”, trompearse con alguien de quien conocés apenas el nombre, dejar toda una relación por una calentura, llorar con espasmos histéricos sin motivo alguno, dejar la facultad, renunciar al trabajo, tirar todo porque sí.
¿Cuál es el placer que se esconde detrás de perder el control? ¿Qué necesidad oscura satisfacemos cuando insultamos a cualquier desconocido por la calle solo porque no nos cedió el paso o porque nos gritó alguna obscenidad? ¿Por qué motivo llegamos incluso a gozar una discusión con alguien que configura una parte clave de nuestras vidas?
Vivimos reprimiendo lo que sentimos. Día tras día nos encontramos conteniendo, dominando lo que nos pasa: enojo, tristeza, furia, deseo, todo aquello que la sociedad considera que debe quedar para la intimidad, todo aquello que no está visto como un atributo adecuado del correcto ciudadano moderno. Pero, ¿qué pasa cuando lo dominado trata de salir…y eso nos gusta?

Relatos Salvajes es, por lejos, la película argentina más taquillera del 2014. Dirigida por Damián Szifrón, está articulada en seis cortos que muestran que, como advierte el subtítulo del afiche, todos podemos perder el control.
Eso ya  lo teníamos bien en claro. Yendo más allá, hay dos de los cortos que muestran muy claramente (creo que en los otros está solo insinuado) el placer de perder el control. Hablo de “El más fuerte” y de “Hasta que la muerte nos separe”.
En el corto protagonizado por Leonardo Sbaraglia se juegan muchos factores, como la lucha de clases, la discriminación, la soberbia del “macho argentino”, la sed de venganza. De todas maneras hay un elemento que los une para dar vida al relato, y es justamente el placer de perder el control, de enredarse en una pulseada a muerte por la nada misma, por el mero disfrute de pasarse de la raya. Los personajes reaccionan desmesuradamente ante una mínima provocación en una contienda que, como una bola de nieve en una avalancha, no puede terminar sin reventar. Cada una de las agresiones está dirigida con saña y maldad, y ambos disfrutan salirse de los límites simultáneamente, por lo que el debate moralista que quiere descubrir quién fue el malo y quién el bueno queda fuera de la cuestión. En el simple acto de insultar al otro, de romperle el auto, o de hacer sus necesidades arriba del capó (quizás descendiendo al más bajo nivel de la animalidad que puede alcanzar un ser humano) hay un inmenso deleite, un goce primitivo de los dos que los desbarranca hacia el desastre.
Por otra parte, en el corto protagonizado por Érica Rivas la pérdida de los estribos viene ocasionada por el descubrimiento de la infidelidad de su flamante esposo en medio de su fiesta de casamiento, y por darse cuenta de que la amante estaba sentada en la mesa de sus compañeros de trabajo. Un cóctel explosivo que lleva al personaje a pasar por la tristeza, la humillación, la impotencia y la ira en minutos, y que la desborda por completo, dejándola en un estado donde ya no le importa nada más que satisfacer sus impulsos. Todo lo que hace después de confirmar el engaño de su marido está signado por la pérdida del control y por su placer oscuro: el llanto histérico, el breve amorío con el cocinero, la manera en que escupe su dolor y su rabia en el monólogo de la terraza, la ironía con la que se burla de la suegra, la manera en que ataca a su rival. Incluso la insólita reconciliación con su marido, al final del corto, también es una manera de perder el control, porque ya no importa si la familia está mirando, si la situación es ridícula, si la fiesta se arruinó: ambos sucumben y se enredan haciendo el amor desaforadamente arriba de la torta, traspasando el tabú del “aquí no”, del “no enfrente de la gente”, exponiendo ante todos lo que debería ser un acto íntimo.
El mismo Szifrón declaró que lo que conecta la película, en un punto, es “la difusa frontera que separa a la civilización de la barbarie, del vértigo de perder los estribos y del innegable placer de perder el control”. Queda confirmado el deleite que sentimos cuando dejamos que se diluyan los límites. Pero todavía está la pregunta: ¿por qué lo disfrutamos?

El gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe, ya en su época, advirtió sobre estos impulsos irracionales que el hombre lleva en lo más profundo de sí, y los agrupó bajo el influjo del demonio de la perversidad. El autor le da ese nombre, en un cuento homónimo, al sentimiento radical, primitivo que nos hace actuar bajo la razón de que no deberíamos hacerlo, por el gusto de hacer lo prohibido, de hacer el mal por el mal mismo sin que haya un deseo de estar bien en la misma acción.
Al final del cuento el personaje, habiendo cedido a la tentación del demonio de la perversidad, en un último momento de lucidez reflexiona: “¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?” La pregunta que él se hace nos la podemos hacer todos, y también está planteada en la canción del epígrafe. Las consecuencias de dejar que actúe nuestro instinto pueden ser terribles si no pensamos antes de cruzar la raya, antes de hacerle caso al demonio de la perversidad…porque si ya lo escuchamos, puede que sea demasiado tarde.
Sin embargo, muchas veces nos abandonamos a nuestra parte más bestial aún sabiendo las consecuencias que nos puede traer. El mismísimo Sigmund Freud plantea que el par control-pérdida del control es una oposición en tensión constante por la pulsión de dominio; el impulso de la perversidad es muy fuerte, entonces. Y no es necesario que la pérdida del control sea violenta. Perder el control también significa romper las estructuras en las que vivimos, quebrar abruptamente la forma de vida que veníamos llevando y dejarla caer, salirnos de la imagen controlada que proyectamos siempre, y dejarnos llevar por lo que nos dice nuestra parte irracional e instintiva. Nos encanta romper esa imagen recatada y darle rienda suelta al monstruo que llevamos dentro, por el puro placer de demostrar que hay más en nosotros de lo que se ve. Partes infinitamente oscuras de placeres sombríos.


Si todos perdemos el control alguna vez, y en el medio de la situación nos damos cuenta del goce infinito que nos provoca, entonces sí hay una necesidad que la pérdida del control satisface. Y esa necesidad, por la que nos dejamos caer en las garras del demonio de la perversidad casi sin resistencia, es salirse de los límites de lo establecido, romper con la acartonada rutina y la farsa del ciudadano correcto. El placer de sucumbir a nuestra parte más animal puede tener su raíz en desprendernos de lo que las instituciones nos dan como modelo a seguir, y hacer, aunque sea solo una vez, lo que nuestro instinto quiere hacer. La pregunta que queda, y que cada uno deberá formularse in situ, es parecida a la pregunta del personaje de Poe. Sí, después de la pérdida del control seremos libres, pero, ¿a qué costo?

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